Un discípulo deseaba recibir las más altas enseñanzas, alcanzar el verdadero conocimiento. Por este motivo un día preguntó a su maestro:
-Señor: ¿Qué es la verdad?; ¿Dónde se puede hallar?.
-La verdad está en todas partes, en la vida de cada día-respondió el maestro.
-Pero yo no lo veo-replicó el discípulo-. A mi alrededor solo percibo monotonía, rutina y vulgaridad.
El maestro contestó:
-Aquí radica precisamente la diferencia: ¡Que tú no la ves y yo sí!.
Sócrates, el arquetipo humano de la sabiduría, afirmó que: “En esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad”. Pero Friedrich Nietzsche matizó en su “Más allá del bien y del mal”: “El amor por la verdad… ¡Cuántos problemas nos ha planteado ya! ¡Y problemas singulares, malignos, ambiguos!”.
El significado de la palabra “verdad” ha ocupado la mente de los filósofos desde el mismo momento en que la filosofía buscó la forma de validación del conocimiento del mundo y del hombre mismo, si bien, las referencias a lo verdadero son más antiguas que la filosofía.
La calificación de algo como verdadero o falso se produce con el lenguaje. Sabemos que el lenguaje sigue al pensamiento como las ruedas de un carro a las pezuñas de los bueyes, y que el pensamiento se materializa mediante un lenguaje que lo articula. Esta doble y recíproca relación entre una instancia mental y otra lingüística es, en esencia, la expresión misma de la racionalidad humana. Aquí, en la racionalidad humana, es precisamente donde se produce la representación del mundo. La verdad aparece como el marcador de una relación compleja y no del todo clara, entre lo que se dice y lo que se cree; entre lo que se cree y lo que ocurre; o entre esto último y lo que se dice.
La necesidad de calificar lo dicho o lo pensado en términos de verdad ha sido siempre una necesidad práctica para la existencia humana. Diferenciar con certeza si un fruto es o no comestible, si el tránsito por un lugar representa o no una amenaza, si una acción ha causado el enojo de alguien o su satisfacción, o si una determinada época del año es el momento oportuno para migrar, son ejemplos de situaciones que han puesto al ser humano ante el dilema de lo verdadero o lo falso.
La aparición de la ciencia, incluso en las manifestaciones “pre-científicas” de la antigüedad, planteó el problema de la verdad en términos del conocimiento verdadero. Se trataba de discernir el conocimiento cierto de la mera opinión, de separar lo real de lo aparente. Los criterios para hacerlo invocaban la razón misma. La pregunta por la verdad se ha orientado desde entonces a la búsqueda de fundamentos para afirmar lo verdadero, para justificar su elección o para argumentar en su favor.
Pero la verdad, además, se viene manejando más allá de la utilidad práctica de la vida cotidiana. Tiene su expresión también en el ámbito religioso y espiritual. Dentro de estos contextos se habla de la religión verdadera, de la palabra revelada, de la escritura sagrada, el cumplimiento de la promesa divina, el único Dios verdadero, la realidad maya, “La Esencia Divina”. La verdad, aquí, no se produce como consecuencia de un proceso racional, sino que es preexistente a todo proceso racional.
Y, así, dentro del entorno de la tradición cristiana, la cuestión de la verdad la encontramos en el pasaje de la Pasión de Jesús, contada por San Juan. Históricamente, el acontecimiento se remonta al gobierno del segundo emperador romano, Tiberio, siendo procurador de Judea Poncio Pilato. Según Juan, Pilato le dijo a Jesús: “Luego, tú, eres rey”. A lo que Jesús le respondió: “Tú lo dices. Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pilatos, de nuevo, tomó la palabra para preguntar a Jesús:¿Y qué es la verdad?.
Son muchos los filósofos, pensadores, teólogos, exegetas y buscadores de la verdad que han puesto su plena atención en este interrogatorio, probablemente el más importante de la historia. Voltaire, por ejemplo, escribió, con cierta ironía que: “Es una lástima para el género humano que Pilatos se fuera sin esperar la contestación de Jesús porque, si hubiera tenido paciencia, sabríamos lo que es la verdad”. Nietzsche consideraba que este era el único pasaje del Nuevo Testamento que valía la pena, justamente por el “razonable” escepticismo de un Pilatos que encara al fanatismo. Más cerca de nuestro tiempo, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, especialmente conocido por su obra “Verdad y método”, refiriéndose al concepto de la verdad escribió: “En el sentido en que la formuló Pilatos sigue presidiendo hoy nuestra vida”.
No debe sorprendernos que Jesús guardara silencio ante la pregunta más transcendental formulada en este mundo: ¿Y qué es la verdad?. En primer lugar, porque, seguramente, Jesús se percató de que se trataba de una pregunta retórica que no buscaba una respuesta explicativa y, en segundo lugar, porque, viene siendo habitual que, ante los interrogantes con respecto a los misterios más profundos de la vida, todos los grandes hombres del espíritu guarden silencio. De ahí que Cristo evitara responder, cuando Pilato le preguntó: “¿Y qué es la verdad?”. Y es que las ostentosas preguntas de hombres “con amplitud de miras” como Pilatos raramente provienen de un ferviente deseo de conocer la verdad. Tales hombres se expresan, más bien, con la vana arrogancia de quienes consideran que el carecer de convicciones de tipo espiritual es una señal de amplitud de criterio.
También Buda rehusó esclarecer las más elevadas verdades metafísicas señalando, en cambio, que le es más provechoso al hombre dedicarse al perfeccionamiento de su naturaleza moral durante el breve lapso de tiempo de que dispone en esta tierra. Y el místico chino Lao-tse enseño que: “Aquél que sabe no lo dice, y quien lo dice, no sabe”. Y es que estos gigantes del espíritu han sabido que los supremos misterios de la vida deben ser interiorizados, alejándolos de toda especulación racional porque, descifrarlos, constituye un arte que ningún hombre puede comunicar a otro.
A través de cada una de sus palabras y acciones de su vida, Lao-tse, Buda o Jesús demostraron que conocían “La Verdad” acerca de su “Ser”, de naturaleza divina, en consonancia con las ancestrales enseñanzas de los grandes maestros espirituales de la India. Precisamente estos maestros nos han venido asegurando que cada ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios”, como espíritu, como “chispa divina”. Un espíritu, por cierto, destinado a expresar de forma única algún atributo especial de la divinidad. De ahí que la mayoría de las grandes tradiciones religiosas y espirituales hayan afirmado que Dios es Amor y que su plan para la creación no puede basarse sino en el Amor. “¿No ofrece acaso solaz al corazón humano este simple razonamiento, más que cualquier especulación de los eruditos?. Cada santo que ha tocado el núcleo mismo de la Realidad ha confirmado que el Universo está guiado por un plan divino, pleno de verdad, amor, gozo y de belleza”, escribió Paramahansa Yogananda, autor de “Autobiografía de un yogui”.
Por cierto, que la defensa de la verdad, tanto en su versión transcendental como humana, ha sido objeto de profundas polémicas e, incluso, de guerras cruentas y de enormes abusos a lo largo de la Historia.
En su versión humana, las verdades religiosas, así como las ideológicas, políticas y hasta científicas no siempre han resultado ser verdaderas. Galileo, por ejemplo, tuvo que retractarse de una verdad probada, porque contradecía la verdad oficial. La Biblioteca de Alejandría fue incinerada porque, a juicio de los invasores, podía contener dogmas incompatibles con el Corán. En fin, a lo largo de la historia muchos hombres en el mundo han sufrido el destierro, la persecución y hasta la muerte, por defender ciertas verdades incómodas para otros.
En su versión transcendental, los místicos de todos los tiempos de diferentes tradiciones religiosas (sufís, judíos, cristianos) y, sobre todo, los grandes maestros espirituales de las corrientes orientales, nos han expresado, con toda claridad, la posibilidad y la necesidad de alcanzar la Unidad o Verdad Esencial. Esto ha venido generando grandes y crueles oposiciones por parte de las mentes ordinarias, las que sólo son capaces de percibir las verdades relativas, que sólo son capaces de percibir la realidad con los sentidos físicos, repletos de prejuicios y enormes cargas conceptuales y que, por todo ello, proceden a “rasgarse las vestiduras” ante quienes se atreven a afirmar que “El Todo está en todo” o que “El Padre y yo somos uno”. A Jesús, conocido como “El Cristo”, le costó la muerte en una cruz por este atrevimiento; la obra del maestro dominico alemán, Eckhart, fue condenada en parte por la Iglesia como herética. La mística francesa Margarite Porete fue quemada en la hoguera por escribir sus experiencias de comunión mística, acusándola de panteísta. San Juan de la Cruz tampoco pasó desapercibido por “las mentes dormidas”: se manipularon sus obras, se destruyeron sus libros y documentos, se redactaron escritos de defensa con el fin de interpretar su pensamiento en sentido ortodoxo, y se controló todo lo que los monjes de su orden escribieron sobre él.
Cuando Jesús le dice a Tomás, el discípulo incrédulo, el arquetipo del hombre dormido: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”, le está diciendo-nos está diciendo- que la ascensión al “Reino de los Cielos” (“La Realización del Ser”) no consiste en hacer algo sobrehumano ni diferente a lo que constituye el cotidiano vivir, sino en vivir lo cotidiano-la superficie, el mundo fenoménico regido por el cambio- con la conciencia de que es Dios mismo quien lo vive. Y Jesús pudo afirmarlo porque no teorizó acerca del “Camino hacia el Reino”, sino que él mismo realizó este camino.
José Antonio Hernández de la Moya
Periodista, productor audiovisual, formador