La Reconstrucción

LA CACA MANDA: Algunas reflexiones escatológicas irreverentes sobre la sacralizada libertad humana. Un artículo de Alberto G. Ibáñez

Se suele partir de la presunción de que “o el ser humano es libre o simplemente no es digno de tal nombre” (Cfr. Fichte o S. Agustín). Es decir, necesitamos creer que somos libres por el hecho de ser humanos, pero ¿es esto cierto? Por de pronto, existen algunos sucesos cotidianos que mostrarían que esa presunción cuanto menos debe ser muy matizada. Nos encontramos en un evento muy importante, a punto de culminar una relación amorosa, en medio de un sueño placentero…, y de repente nuestro aparato digestivo nos lanza una señal de alarma, hay que ir corriendo al baño más cercano; no es negociable, hay que dejar lo que estuviéramos haciendo o pensando: nuestro cuerpo manda. No sólo en ese caso, gran parte de lo que hacemos está dirigido a satisfacer las órdenes corporales: si tenemos hambre o sed, hay que obedecer; si tenemos sueño, hay que obedecer; si tenemos deseo sexual, hay que obedecer si no nos encontramos con un “no es no”, claro. No obstante, el que hagamos lo que decide nuestro cuerpo no nos convierte en meros autómatas, cierto, pues con esfuerzo y fuerza de voluntad podemos resistirnos e incluso negarnos a satisfacer sus deseos a costa incluso de perder nuestra salud o la vida, pero por de pronto rebaja mucho nuestra pretensión de ser seres libres y únicos.

Los textos religiosos ya nos anunciaban esta verdad incómoda. En el Zohar se dice que el ser humano es como un golem dotado de poderosos automatismos y que la mayor parte de las veces muere sin saber lo que ha sido ni por qué ha querido lo que ha querido”. Y Ovidio puntualiza en Metamorfosis: “Video meliora, proboque; Deteriora sequor” (veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor), como recogería después S. Pablo en otro contexto: “realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Romanos, 7: 15-16). O el propio San Agustín que reconocía que a menudo quería ser bueno, sí, pero más tarde…

Lo cierto es que a estas alturas del siglo XXI, seguimos sin saber quiénes somos y por qué somos como somos. Decía Ortega que “yo soy yo y mis circunstancias”, pero de poco nos vale esa frase si no definimos qué es ese “yo” y cómo se forman sus “circunstancias”. La primera parte de la ecuación estaría formada por nuestra personalidad y/o carácter que deriva a su vez de nuestra estructura mental o genética (somos una combinación potencialmente azarosa de genes y neuronas), lo que nos permite hablar de una programación neurogenética. La segunda fase vendría condicionada, entre otros factores, por los grupos en que nos integramos en los que “vivimos, nos movemos y existimos”, lo que nos permitiría hablar de programación cultural o social.

Libertad interna “versus” programación neuro-biológica-genética

Para Spinoza se llama libre “a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar” (B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, parte I, proposición VII,). Sin embargo, Spinoza añade que nada existe sin causa que lo determine (parte I, axioma III), adelantándose a lo que dejaría intuir Freud: “los hombres se imaginan ser libres puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran” (B. Spinoza, I, apéndice). Existe la presunción que nos movemos por decisiones racionales o por emociones claramente identificadas (ira, amor, magnanimidad) pero lo cierto es que de lo que nos mueve no se sabe casi nada. Por otra parte, ¿y si alguien no quiere ser libre?, ¿sería libre quien renuncia voluntariamente a ser libre? Decía Ephraim Lessing: “Observo que le gustaría a usted tener voluntad libre, a mí no”. De hecho, el ser humano se mueve entre la obsesión por ser libre y el miedo a la libertad (E. Fromm). La decisión más sustancial (y potencialmente libre) sería la de nacer o no nacer, pero nosotros, en principio, nada tenemos que decir en esto.

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Por otra parte, los últimos descubrimientos de la neurobiología sobre el funcionamiento del cerebro muestra que la toma de conciencia de una decisión a nivel cerebral es posterior al envío químico de la correspondiente orden (F.J. Rubia, El fantasma de la libertad. Datos de la revolución neurocientífica). Es decir que la reacción instintiva “natural” (otro eufemismo para quedar bien y no decir automatismos impuestos por algo que nos precede) manda sobre nosotros aunque no nos percatemos de ello. En este sentido, una persona que “sale del armario” y hace pública “su condición sexual” no sería en realidad más libre que el que viene ejerciendo oficialmente de heterosexual. Ambos obedecen, en principio, a su determinación genética, potencialmente azarosa.

Ello llevaría a que todos debiéramos actuar igual, al tener una base biológica compartida, pero la mera observación constata que aunque todos seamos “lo” mismo no somos “el” mismo.  Basta mirar a por qué y cómo seleccionamos a nuestros amigos. Incluso bajo las mismas circunstancias (e.g. pobreza) unos reaccionan robando y otros trabajando más. O como decía Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas “[D]espués de todo hay algo en el mundo que permite que un hombre robe un caballo mientras otro ni siquiera puede mirar un ronzal”.  Ese “algo” es lo importante pues es lo que realmente nos diferencia y singulariza. Aquí entraría en juego la personalidad y el carácter. Con la personalidad nacemos (es nuestra estructura mental y disposición génetica) mientras el carácter lo desarrollamos, esencialmente en los primeros siete años de vida. Pero la buena noticia es que el carácter lo podemos cambiar o “forjar con esfuerzo, y algo de ayuda”. Pero este proceso también está condicionado por las circunstancias o la programación (artificial) cultural en la que nos insertamos.

Libertad externa “versus” programación cultural o social

La libertad externa aparece protegida en el art. 3 de la Declaración de Derechos humanos: “nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre”. Esto aparentemente se conseguiría viviendo bajo un régimen democrático, ajeno a cualquier régimen dictatorial político o militar. Pero incluso bajo una democracia sobreviven formas de dictadura silenciosas. En realidad, por si fuera poca la programación (o disposición) proveniente de nuestro diseño neuro-biológico, toda sociedad tiende a desarrollar patrones de conducta dominantes, usos y costumbres, creencias y valores, que nos condicionan. Volviendo a la frase de Ortega podríamos decir: “yo soy yo y los grupos en los que me integro”, o acudiendo al refranero: “Dime con qué grupo andas y te diré quién eres”. Para el reputado psicólogo social Theodore Newcomb: “Es francamente escasa la conducta social que permanece inmune a la influencia grupal”. O, como ha defendido el coach Jim Rohn, somos el promedio de las cinco personas con las que pasamos más tiempo.

Esta programación cultural-social se compone de dos elementos fundamentales: la dictadura de las modas y el adoctrinamiento ideológico. Las modas operan en todos los ámbitos de la vida, no solo en la “elección” de la ropa que nos ponemos. Son los parámetros sociales, a veces muy sutiles, que nos dan el sello de identidad o pertenencia. Paradójicamente, al hacer lo que espera nuestro grupo de nosotros nos podemos reconocer como un hombre o mujer “guay”, “moderno” o “en la honda”:  estás “in” o estás “out”. El gran éxito de esta técnica es lograr que hagas lo que te imponen pensando que es un acto libre (consumo compulsivo) o incluso (todavía más sorprendente) un ejercicio de rebeldía. Un ejemplo de esto último es cuando alguien paga por inyectarse tinta en el cuerpo o agujerearlo con trozos de metal, por la creencia de que así se siente más especial. A las ovejas y vacas les hacen lo mismo, pero al menos no son tan ingenuas para pagar por ello o sentirse especiales. En este sentido, el que va de anti-sistema lanzando piedras a la policía tan solo sería un sujeto que “pertenece” a otro sistema, potencialmente no menos terrible.

Por su parte, el adoctrinamiento es el complemento necesario para forzar cambios sociales más allá de la libre voluntad de los ciudadanos. Ocurre ya en la escuela frente a niños indefensos, pero se extiende por los medios de comunicación. De repente hay que repetir constantemente un eslogan o consigna, simplificando el discurso social bajo etiquetas para que sea fácilmente interiorizado, y rehuyendo todo debate racional o profundo, hasta lograr que cale en la mayoría. No se busca la verdad sino con-vencer, apelando con frecuencia a los mismos instintos y emociones que nos condicionan, solo que está vez manipulados a su vez por mano humana. La clave es que no nos demos cuenta de que estamos siendo manipulados, y acudamos orgullosos cada cuatro años a las urnas pensando que decidimos libremente.

Esto no quiere decir que no sea posible resistirse a esas tendencias, total o parcialmente, o al menos seguir dichas pautas pero con matices (como cuando compramos un móvil, pero no lo andamos cambiando cada vez que sale uno más moderno). Como ya expliqué en este mismo medio (https://lareconstruccion.com/la-constante-argenta-y-el-mal-alberto-g-ibanez/), en todo sistema (al menos) un 20% se resiste al mal o a lo que marcan la tendencias mecanizadas de una sociedad, entre otros motivos porque si todos fuéramos borregos el propio sistema colapsaría. Es decir, nuestra propia resistencia sería, de nuevo paradójicamente, una parte necesaria del sistema como consecuencia de leyes (e.g. del equilibrio) todavía por descubrir.

No obstante, todo esto no nos debe llevar al desánimo (ni a la indignación). Como seres limitados no somos capaces de alcanzar la verdad al 100%, aunque tampoco toda pretensión de verdad sea igualmente válida. Por tanto, todo lo dicho en este artículo podría ser falso y en su caso no representa la última palabra sobre la libertad humana. Lo importante es que lo que pensemos sobre la libertad humana sea algo más que una mera creencia necesaria para subsistir, algo más que una imagen pre-concebida unida a un determinado concepto de dignidad humana por la que se apuesta, pero que contamina cualquier intento de descubrir la verdadera naturaleza del ser humano (cfr F.J. Rubia).

En realidad, aceptar que el ser humano nace condicionado no implica negar su posibilidad de —a diferencia de otras especies— con esfuerzo, voluntad e inteligencia llegar a vencer esos condicionamientos, al menos la mayor parte. Es decir, la libertad del ser humano no viene dada en el “kit” de llegada, hay que ganársela. Precisamente la condición para “llegar a ser libre” es ser conscientes de que nacemos y estamos encadenados. Por tanto, más bien cabría hablar de un cierto margen de maniobra del que disponemos encuadrado por límites.

Como decía Hegel: “Ser libre no es nada; llegar a ser libre es lo importante”. Y añade Savater: “Para llegar a ser libre hace falta la autoridad (…) La tiranía quiere que seamos eternamente niños. La autoridad ofrece resistencia pero hace crecer. Si no has tenido resistencia no creces recto, sino reptando”.

En conclusión, ¡flaco favor le hacemos al ser humano al dar su libertad por supuesta!

Alberto G. Ibáñez

Escritor y ensayista

Autor del libro: “La Guerra cultural. Los enemigos internos de España y Occidente”

 

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