Juana de Arco, (1412-1431) fue una campesina francesa que se vio abocada a un destino increíble: ponerse al frente de un pueblo sometido por el invasor, y obtener un práctico resurgimiento en una situación de inferioridad de condiciones. Inglaterra se había convertido en la potencia dominante sobre Francia, y salvo muy contados bastiones, existía un control de hecho y de derecho sobre el territorio galo por parte de los ingleses. La corona francesa se encontraba muy debilitada; y llegando la noticia (amparada por ciertas historias y profecías según las cuales una joven liberaría al pueblo del invasor) de que la hija de unos campesinos había solicitado, siguiendo una serie de designios y visiones místicas, tener una audiencia con quien posteriormente sería coronado como Carlos VII de Francia, fue recibida y de forma desesperada enviada a Orleans para tratar de hacer frente a los ingleses que pretendían hacerse con uno de los pocos reductos libres. Juana, vistiendo armadura masculina y portando estandarte, se puso al frente del ejército francés y de forma milagrosa consiguió la retirada de los ingleses del llamado sitio de Orleans, dando lugar a una importante victoria para una Francia prácticamente derrotada en la Guerra de los Cien Años y que había sufrido las consecuencias calamitosas de la pandemia de la peste negra. Así, Carlos VII fue coronado rey de Francia y a ello siguió una tregua ficticia con Inglaterra, que terminó con una emboscada de los ingleses y la captura de Juana de Arco, quien fue retenida y juzgada por un tribunal eclesiástico, resultando condenada, entre otros delitos, por herejía y travestismo y condenada a morir en la hoguera.
El desarrollo de este juicio (al que se le puede dar esta denominación sólo a efectos dialécticos) nada tuvo que ver con la acción de la justicia, sino que constituyó una auténtica obra teatral en la que los principios más elementales del Derecho fueron pisoteados para mayor gloria del ánimo de venganza del poder, presentando como una objetiva aplicación de las normas a los hechos lo que no era sino un ejercicio visceral de búsqueda de legitimación para un premeditado ajusticiamiento, esto es, un crimen revestido de mera fórmula, de formalismo procesal. Sin embargo, una somera consideración de su devenir (como de la propia historia posterior) adveran que lo que aconteció en ese acto no fue Derecho, no resistiendo el menor examen riguroso.
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De principio, el tribunal fue conformado con una exquisita selección de nobles y religiosos ingleses, esto es, el enemigo en potencia, lo que garantizaba que la decisión que pudiera salir de ese grupo de personas en absoluto sería ajustada a Derecho. Se trata de un elemento esencial de la justicia, para que ésta sea real y se materialice: la independencia del Poder Judicial, extremo que todos los ordenamientos jurídicos modernos plasmaron de forma positiva al reconocer que de nada sirve la existencia de un ordenamiento jurídico que se presuma avanzado si quienes lo tienen que aplicar actúan motivados por pasiones, odio o animadversión, o bien por inclinaciones políticas. Este principio, decisivo para la real impartición de la justicia, no se respetó en el proceso seguido contra Juana de Arco; y la conclusión derivada de ello fue, como antes he referido, que los ordenamientos jurídicos que se consideran modernos han establecido la independencia judicial como un prius para obtener la verdadera justicia; no obstante, a día de hoy no dejan de existir contradicciones, pues junto con las reglas procesales de abstención y recusación conviven fórmulas de integración del órgano rector del Poder Judicial que no son exclusivas de dicho poder, sino que suponen la intervención de ámbitos ajenos al judicial.
En el acto Juana de Arco no tuvo asistencia letrada, algo que ya entonces, conforme al Derecho Canónico, era ilegal, y tuvo que autodefenderse; además no existían pruebas de cargo, por más que el propio tribunal encargó su búsqueda, siendo finalmente fabricadas en su contra; y los interrogatorios, absolutamente guiados por un ánimo sugestivo y capcioso, tampoco arrojaron un resultado incriminatorio, pues Juana supo defenderse bien ella sola, pese al menosprecio al que fue sometida, al entender que era una campesina analfabeta, poseída por el diablo o aquejada de una enfermedad mental. En definitiva, un completo despropósito de actuación, en la que se vulneró y desprestigió al Derecho como instrumento para la impartición de la justicia, lo que constituye su única razón de ser. Por supuesto, todo ello sirvió para justificar su condena a muerte en la hoguera, siendo posteriormente quemado varias veces el cadáver de Juana para evitar la veneración de sus restos, en la consumación de la más completa ignominia.
Tales prácticas fueron objeto de posterior revisión, bajo el amparo de un tribunal independiente y con respeto a los principios del proceso, que terminó con una anulación de aquel crimen, la condena por herejía del conciliábulo al que se le denominó tribunal, la consideración de Juana de Arco como una mártir y su canonización por Benedicto XV a principios del siglo XX.
En definitiva, la conclusión que se extrae de la historia jurídica de Juana de Arco (que, por cierto, recuerda al pseudo-proceso al que fue sometido Jesús de Nazaret, también con infames consecuencias) es que la independencia judicial constituye el pilar maestro para la obtención de la justicia verdadera, siendo éste incluso un postulado ético, propio del Derecho Natural, de modo que su contravención origina un resultado perverso: blanqueado por las formas, pero pútrido en su fondo. Y el Derecho, como segunda consecuencia necesaria, existe para garantizar la materialización de la justicia, para servir de freno y no para arropar o justificar los actos viles del poder, que lo instrumentalicen en su propio beneficio.
“Dices que eres mi juez. ¡No sé si lo eres! Pero te digo que debes tener mucho cuidado de no juzgarme erróneamente, porque te pondrás en gran peligro”.
“Mejor la integridad en las llamas que sobrevivir en la retractación de la verdad”.
“Sacrificar lo que uno es y vivir sin creer es un destino más terrible que morir”.
Diego García Paz
Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid.
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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