Arma biológica, accidente industrial o evolución natural. Estas son las tres hipótesis posibles que hoy esgrimen unos y otros estudiosos del tema sobre el origen del coronavirus que desde hace ahora dos años ha supuesto la ultima pandemia importante en términos de enfermedad y mortalidad para la especie humana, desde aquella otra de inicios del siglo XX que se denominó “gripe española”.
Cualquiera que sea la hipótesis aceptada, parece evidente que el microorganismo, antes de saltar al ser humano, mutó aprovechando su estancia en los líquidos orgánicos (sangre, heces, etc) de un tipo concreto de murciélagos, abundantes en algunas regiones de China, llamados “murciélagos en herradura”.
Hoy se sabe (y de este hecho hay pruebas irrefutables) que ya en 2012, unos mineros de Mojiang (China) enfermaron de cuadros respiratorios severos y algunos de ellos murieron, tras encargárseles limpiar de heces de murciélago una galería de la mina de cobre ubicada en dicho pueblo.
Se sabe también que allí se desplazaron científicos del Instituto Virológico de Wuhan, para recoger muestras de tales microorganismos y someterlas a estudio en dicho centro de investigación. Se sabe también que los científicos sometieron en los años subsiguientes a los microorganismos obtenidos a lo que se denominan “estudios de ganancia de función”. Estos estudios consisten en inducir en los microorganismos mutaciones genéticas con la finalidad de multiplicar su poder patógeno. Esto se puede realizar con una finalidad pacífica, a efectos de que los conocimientos obtenidos sean útiles para la obtención de vacunas y medicamentos antivíricos con que proteger a la especie humana de tales microorganismos. Pero también se han usado a veces (no sabemos si ésta también) para desarrollar armas biológicas que, bien controladas, puedan ser letales para el ser humano.
Dicho esto, parece plausible que cualquiera de las dos primeras hipótesis expuestas – desarrollo de un arma biológica o accidente industrial con escape accidental del coronavirus desde el Instituto Virológico de Wuhan – parecen plausibles.
Aunque también se ha propuesto – y esta constituye así mismo una posibilidad razonable – que el virus surgiera por mutación natural desde los murciélagos comercializados en el mercado de animales de la misma ciudad de Wuhan, donde se vendían y consumían vivos, como es costumbre en China, donde estos y otros animales salvajes constituyen parte de la dieta habitual de muchos chinos. Estos llamados “mercados húmedos” siempre han constituido una preocupación sanitaria para la propia OMS, que los ha considera una amenaza para la Humanidad, precisamente por la elevada posibilidad de que en ellos muten y se reproduzcan virus y bacterias hasta convertirse en altamente peligrosos para el ser humano.
Cuando además sucede que mercado e Instituto, las dos fuentes posibles del microorganismo, se hallan apenas a veinte kilómetros uno de otro, se convierte en una tarea difícil discriminar con exactitud de dónde puede haber salido el primer coronavirus.
De una u otra forma, ya estemos hablando de un origen industrial, esto es, el resultado desastroso de la generación en laboratorio de un arma biológica o de un escape accidental por negligencia en los mecanismos de control del mismo laboratorio, o de un origen natural, o sea, resultado de una mutación en animal salvaje de forma previa a su paso al ser humano, bien desde la mina de Mojiang en 2012, bien desde el mercado de Wuhan, a finales de 2019, lo cierto es que el coronavirus es la consecuencia incuestionable de la actividad humana.
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La razón de esta aseveración es simple: por mucha capacidad patógena que tuviera el microorganismo, éste no se habría extendido tanto y de forma tan letal por la superficie del planeta, si no hubiera encontrado en el torpe e insolidario ser humano un vehículo ideal para su diseminación y establecimiento. Y esto puede afirmarse porque, a las características bien conocidas del coronavirus, como es su capacidad de infectar el aparato respiratorio humano, se une la temible capacidad de vivir varios días en superficies de plástico, metal, vidrio y papel. Y cuando hablamos de estos materiales, ¿acaso no estamos hablando de materiales de construcción y uso exclusivo por el ser humano?.
Desde hace ya mucho, el ser humano ha llenado el planeta de estos materiales, sobre los que se ha basado y se basa su supuesto desarrollo tecnológico e industrial. El hombre lleva décadas invadiendo terreno salvaje donde habitan millones de microorganismos, y últimamente además es capaz de manipular estos genéticamente y multiplicar su capacidad patógena, desarrollando (como se desarrollaba en el Instituto Virológico de Wuhan) los llamados “estudios de ganancia de función”.
Y ahora resulta que unas diminutas esferas de entre 80 a 200 nanómetros de diámetro amenazan y atenazan a esta especie humana que se pretende reina de la creación. Esta vanidad que nos llevado a creernos superiores a los fenómenos de la naturaleza, e incluso semidioses por cuanto la ciencia, a través del desarrollo de las llamadas “técnicas de inversión genética” nos permite incluso alterar las características y capacidades de seres “supuestamente inferiores” como son, o como imaginamos que son, los virus.
En este escenario juega un papel igualmente importante la globalización del consumo desenfrenado y la generalización de materiales sintéticos (vidrios, plásticos y otros), que solo el ser humano es capaz de construir, y que el virus ha buscado afanosamente hasta conseguir su repartición por toda la tierra.
Algunos científicos llegan a etiquetar esta pandemia como de aviso de la naturaleza para que el ser humano busque otros caminos de desarrollo individual y colectivo, renunciando a su habitual soberbia de rey de la creación, que puede llevarle incluso a poner en riesgo la supervivencia de la propia especie.
Teniendo en cuenta que a fecha de hoy se contabilizan más de cuatro millones de muertos por coronavirus en apenas dos años desde que éste surgiera de un mercado o un laboratorio, parece razonable deducir que los humanos hemos sido los responsables de la multiplicación de su patogenicidad y de su propagación por todo el planeta.
Afortunadamente, algunos sabios se esmeraron rápidamente en la obtención de la vacuna contra el coronavirus, que paró en seco el desastre. Pero la próxima vez, de continuar el ser humano por sus derroteros habituales de voracidad, consumo y soberbia, es posible que los sabios no lleguen a tiempo.
Javier Castejón
Médico y escritor
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