De la lectura de la magna obra de Abu –l- Walid Ibn Rusd (Averroes) El libro de las generalidades de la medicina no puede inferirse que sea un tratado exclusivo de aplicación de los símiles a la hora de enfocar la curación de la enfermedad, como en su día lo hiciera todo hakim andalusí. Ni existen evidencias claras de menciones a la práctica de la alquimia vegetal o espagiria a tenor de lo que una primera lectura nos sugiere. Y decimos esto porque el complejo y laborioso texto averroísta requiere de una lectura detenida y profunda para llegar a entender todos los entresijos de significados que nos quiso transmitir el sabio cordobés, y si ello se hiciere, indudablemente saldrán a relucir como perlas rescatadas del fondo marino todo un conjunto de guiños herméticos tan inteligentemente camuflados, que a la más leve acusación de práctica herética el susodicho podía perfectamente ofrecer una interpretación literal y no oculta del párrafo acusatorio. Pero ¿qué necesidad tuvo Averroes para camuflarse con tanta cautela?
Para el estudioso del hermetismo andalusí, este libro constituye todo un desafío. Y ya ha sido estudiado desde los más diversos puntos de vista por arabistas y eruditos muy rigurosos, y sin embargo aún falta por ofrecer eso que a nuestro entender tanto procuró ocultar con sus velos el astuto Averroes: la perspectiva hermética. Y con la ayuda de Dios, es la que vamos a tratar de desentrañar aquí. No con la profundidad y puntillismo que sin duda existen en el manjar sabroso de sus enseñanzas médicas y sus agudísimas observaciones de filósofo natural, que él mismo invitar a realizar desde las primeras páginas de su libro, pues ello requeriría dar previamente todo un corpus de enseñanza hermética que escapa a los intereses de este ensayo, pero sí con los datos suficientes que nos permitan aseverar, una vez enhebrados en el dorso de la mano, que de todo el jugo que mana de este ensayo se anuncia primero, como ocurre en la naturaleza, la manifestación de la flor de Hermes y sus ocultas enseñanzas de alquimia vegetal. Porque el libro encierra todo un tratado de hermetismo médico desde la perspectiva de la filosofía aristotélica, de ahí su complejidad.
Mas la primera pregunta que nos asalta tras su lectura, y acaso ya desde que se adivina la sutileza del hilo de oro con el que Averroes nos desvela su filiación hermética, es precisamente ésa: ¿fue Averroes hijo de Hermes? Y de ser así…¿por qué nos oculta su huella con tanto celo? ¿Por qué no la ofreció con menos evidente sutileza, como otros hijos de Hermes andalusíes que escribieron de medicina, como por ejemplo ese Ibn Wafid de Toledo al que cita? Es decir, camuflando su filiación, pero dando más guiños a los otros hermanos en el Arte hermético que sin duda habrían aprovechado mejor sus enseñanzas. Y la respuesta a ambas preguntas cae por su propio peso. Nuestro sabio fue el mayor filósofo de su siglo –no precisamente el más místico, pero eso es otro cantar- y no le pudo ser negado eso que secretamente, en ese tiempo en el que mística y filosofía aún caminaban unidas hasta que…precisamente este Ibn Rusd los separara con su mano, se le ofrecía a todo hombre sediento de luz y conocimiento que atravesara las puertas del mundo aparente para penetrar en la Realidad revelada por Hermes en el inicio de los tiempos. Pues Filosofía y Alquimia caminaron de la mano desde el principio de la manifestación de la filosofía en la Grecia Antigua, como desentrañé en su día en mi ensayo La alquimia en al Andalus, por citar uno más de los no escasos libros que en este aserto se han detenido para colegir su lógica y sus entretelas. Y, unidas, fueron de nuevo reformuladas por la filosofía islámica sobre todo en el simpar horno filosófico de Yabir Ibn Hayyán del siglo VIII y IX. Ese horno al que fueron a saciar su sed los andalusíes que, tras realizar su peregrinación a la Meca, recalaban en Bagdad, ese rincón del mundo donde el califa Al-Mamún había decidido construir la Casa de la Sabiduría para traducir al idioma árabe todas las perlas legadas por los sabios griegos de la Antigüedad. Mas de todo ello, y de la huella de los sabeos de Harran que seguían rindiendo culto al profeta Hermes, ya hablo en mi mencionado ensayo y en La alquimia en la Alhambra, que analiza este hecho con la necesaria profundidad que ello demanda. Y de cómo la filosofía hermética fue la savia que irrigó todas las ramas del frondoso árbol de la Sabiduría: de la filosofía a la medicina, de la astronomía a la astrología –dos caras de la misma moneda en aquellos siglos- de la botánica a la matemática, de la música a la poesía…
De modo que no conocemos quién fue el maestro hermético de Averroes como sí nos ha sido dado investigar en otros sabios andalusíes, mas ningún razonamiento lógico puede llevar a pensar que a este gran sabio le fuera negado lo que a otros menos capaces sí le fue enseñado. Era imposible. Como ya señalara el gran Cruz Hernández en su impagable Historia del pensamiento en el mundo islámico, los dos grandes nutrientes de la filosofía islámica son el corpus hermeticum y el corpus yabiricum, que no es sino el primero, pero adecuadamente enriquecido, ampliado y profundizado con las joyas propias de la Revelación islámica, entre ellas la Ciencia de las Letras, sí, esas 28 letras que componen el alifato arábigo que se corresponden con las 28 moradas lunares, tal y como estudió y mostró el gran Ibn Arabí, ese otro enorme sabio andalusí que en su momento peregrinaría a las arenas del Oriente para mostrar en su vida y en su obra que la meta de toda alta filosofía es convertirse en…teosofía. Todo lo contrario que defendería Averroes, quien a través de la así llamada por Siger de Bravante teoría de la doble verdad, acabaría por separar la teología de la filosofía, y por consiguiente, la mística y el esoterismo a ella acoplada…Es decir, la Hikma, de la Falsafa, como ya analizara en su día el Prof. Lomba Fuentes en su estudio sobre nuestro Ibn Bayya (Avempace). No es éste aspecto el cometido de nuestro estudio, pero sí es necesario referirlo para demostrar nuestras tesis: que Averroes fue hijo de Hermes, como evidencia en este libro de medicina y en otros suyos, como el Epítome de Física.
La segunda cuestión a tratar, la causa del perseverante ocultamiento de toda huella hermética a lo largo y ancho de este tratado médico, salta a la vista a poco que estudiemos, como ha de hacerse siempre en todo momento, a cada sabio en función de su momento histórico, su contexto, sus circunstancias, atravesado por las olas de los acontecimientos o retos a que debió hacer frente al igual que todo hijo de su tiempo. Y a nadie se le oculta que el al-Ándalus gobernado por los almohades no fue un paraíso de tolerancia y culto de la sabiduría, como sí lo fue la España de los reinos de taifas, como sin duda gozó nuestro Ibn Wafid en su corte de Toledo del siglo XI. El debate sobre si la filosofía o la religión perseguían el mismo fin había obligado al propio Maimónides a exiliarse de su tierra natal, y a otros filósofos a posicionarse con relativa claridad.
Al entender de la mentalidad de nuestro siglo, la filosofía es concebida como una actividad especulativa de la razón que impele a los hombres movidos por ella a reflexionar sobre las grandes causas de la existencia. Mas desde los presocráticos y hasta los últimos neoplatónicos del Renacimiento, la filosofía y la mística iban estrechamente de la mano, y perseguían un mismo fin: la purificación del alma para que regresara impoluta a la morada del Creador de donde inicialmente había nacido. Mas he aquí que la filosofía podía entenderse de un modo literal y de un modo oculto, y que todos los filósofos de al-Ándalus a excepción de Ibn Hazm optaron por la segunda opción, y por ello, se encontraron con la puerta de Hermes en frente de sus rostros. Y dentro de esa lectura oculta de los textos sagrados y de la propia filosofía, como defendió el shiismo y el sufismo, aparecía la majestuosa dama de la alquimia. Que este debate se prolongó en al-Ándalus lo muestra el hecho de que el propio Ibn Tufayl lo destacara en la única obra que nos ha legado la posteridad: su Epístola de Hayy b. Yaqzan sobre los secretos de la filosofía oriental, desafortunadamente traducido como El filósofo autodidacto desde su traducción inglesa allá por el siglo XVII. O lo vemos en Ibn al Sid previamente. Pero el hecho cierto es que las autoridades religiosas almohades tuvieron que estar advertidas del peligro que suponían los filósofos desde esta perspectiva esotérica que invitaba a una lectura más personal y profunda de los textos. Y en su punto de mira tuvo que aparecer el mayor sabio de su tiempo: Averroes. ¿Cómo no ocultar los guiños de un modo aún mayor que el ya de por sí impuesto por la Tradición hermética? ¿Cómo evitar la espada de los acusadores? ¿Cómo transmitir un punto de luz y razón entre tanta cerrilidad? Finalmente, las autoridades obligaron a la filosofía a supeditarse a la religión. ¿Fue ésta la causa por la que Averroes finalmente defendió que la verdad filosófica es para una minoría y la verdad religiosa para una inmensa mayoría?
Categorizar todo lo creado
Sea como fuere, el hecho cierto es que el gran filósofo cordobés legó para la posteridad un libro de medicina que superaba con mucho a todos los anteriormente escritos en al-Ándalus. En todos los aspectos: en conocimiento anatómico, en propuestas de remedios –aquí tal vez a la altura del Libro de la almohada de Ibn Wafid-, en profundidad filosófica, por supuesto, etcétera. Nos extraña, por eso, que este ensayo que fue muy traducido al latín y que durante siglos iluminó a las mentes más preclaras de la medicina –como por ejemplo al propio Paracelso, aunque se requeriría de otro estudio diferente para demostrarlo-, haya tardado hasta el año 2003 en ser traducido a una lengua occidental. De modo que debemos agradecer doblemente el empeño mostrado por María de la Concepción Vázquez de Benito y Camilo Álvarez Morales, pues gracias a su magnífica traducción podemos hoy gozar de una de las maravillas médicas de su tiempo, y profundizar más en la medicina andalusí y en el saber legado por el propio Averroes como médico…y alquimista.
El primer signo de ello ya lo ofrece en los primeros párrafos de su ensayo dividido en siete libros, cuando afirma: “Decimos que unas artes son especulativas (o basadas en la observación), como la física, y otras prácticas (o basadas en la acción), como la medicina experimental y la anatomía. Por la física se conocen la mayoría de las causas de la salud y la enfermedad, especialmente las causas remotas, como los elementos y otras. En cuanto a la medicina experimental, sirve para adquirir el conocimiento de la acción de la mayor parte de los medicamentos (Libro de las generalidades de la medicina, Abu-l-Walid Ibn Rusd, edición de María Concepción Vázquez de Benito y Camilo Álvarez Morales, ed. Trotta, 2003, Madrid, p. 44).
Una primera lectura de este párrafo no revela absolutamente nada relacionado con la alquimia, pero un hijo de Hermes versado en los textos filosóficos transidos por el “profeta de los filósofos” como le llamó Ibn Arabí capta a donde apunta Averroes. Y es ésta la lectura que continuamente nos ofrece su ensayo, toda vez que continuamente apela a la filosofía natural y a la necesidad de que ésta sepa desentrañar la naturaleza de los órganos y de la enfermedad y de los alimentos y medicamentos. ¿Y cómo se revela dicha naturaleza? A través de los cuatro elementos y las cuatro cualidades: frío, calor, sequedad y humedad. Esa es la estrella de ocho puntas que identificó a al-Ándalus desde Abderrahman I –y antes, desde tiempos tartésicos-, y por eso afirma el filósofo que gracias a la física se conocen las causas remotas de la salud y la enfermedad. Porque los elementos nos remiten directamente a los astros…que rigen todo lo creado. Como es Arriba es abajo.
Porque del agua emanan dos astros, la Luna y Venus, de naturaleza fría y húmeda. De la tierra, emanan Saturno y propiamente la Tierra, de naturaleza fría y seca. Del aire, emanan Júpiter y Mercurio, cálidos y húmedos. Y del fuego, emanan Marte y el Sol, calientes y secos. A partir de ese guiño, el lector avisado lee el ensayo de Averroes desde esta perspectiva tan propia del hermetismo y su concepto del hombre como microcosmos –concepto que deducimos de las páginas del sabio cordobés, que no gusta de incidir mucho en el-, mas no así el lector que participe de una lectura literal. Por eso hay que revisar con sumo cuidado aquellos textos médicos de la Antigüedad en los que los eruditos afirman que presentan un concepto helénico de la medicina, pues todos ellos también categorizan el cuerpo y los alimentos desde los cuatro elementos y las cuatro cualidades, incluido el propio Galeno, tan amante de la curación por los contrarios. Pero el hijo de Hermes, además, dejará una huella de su filiación. De este modo se libraba de la censura de las autoridades religiosas, pues ante la menor acusación de práctica de la alquimia podía esgrimir una lectura literal del texto. Ésa es la astucia del sabio hermético, y por supuesto, de nuestro Averroes.
Apenas unos párrafos después, el autor insiste en la necesidad de la física para la práctica del arte médico: “Por eso Aristóteles incluye este arte médica entre las artes virtualmente prácticas. De aquí se deduce que la definición de la medicina como el conocimiento de la salud y la enfermedad y de las cosas relacionadas con ambas no es una definición completa, puesto que en ella falta la diferencia que hay entre la especulación del médico y la especulación del físico” (op. cit. p. 45). Porque por físico entendemos hoy un conjunto de fórmulas y leyes de orden matemático que nos explican la realidad del universo, pero en aquellos siglos de la Antigüedad y Edad Media, el físico era aquél que estudiaba las leyes de la Naturaleza y la interacción de los cuatro elementos en ella. Quien abrazaba la filosofía hermética hallaba en los astros del cielo el motor de todo aquello que es movido en la Tierra, en el mundo sublunar de la generación y la corrupción. Es decir, las causas remotas, como las define nuestro sabio cordobés.
Por eso en su Libro I, De la anatomía de los miembros, ofrece un conocimiento del cuerpo humano bastante más extenso que el que leemos en el Compendio de Medicina del también cordobés del siglo IX Ibn Habib –primer tratado médico andalusí, preñado de guiños herméticos-, o el ofrecido en el Libro de la almohada sobre medicina de Ibn Wafid en el siglo XI. Y por supuesto, nos habla de los cuatro humores hipocráticos –sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra- y los espíritus que habitan el cuerpo.
En su Libro II, De la salud, nos da una definición de ésta: “La salud es el estado en el que el órgano realiza las acciones o reacciona a los estímulos del modo que le corresponde según su naturaleza” (op. cit. p. 69). Y dos párrafos después, tras dividir los órganos en similares y disimilares, especifica que “el camino que nos lleva a conocer cuál es este estados en el que los órganos de partes similares realizan sus funciones o son impresionados está en este arte, después de que estemos en posesión de aquellas cosas que tienen su origen en la filosofía natural. Allí se señaló que todos los cuerpos de partes similares, en cuanto a tales, están compuestos de los cuatro elementos, que son el fuego, el aire, el agua y la tierra. Esto está en el Libro de la generación y la corrupción” (ídem).
Y prosigue:
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”También se señaló allí que la generación a partir de ellos solamente es efecto de la mezcla y de la complexión”. Al hablar de la complexión, Averroes está mencionando los cuatro humores hipocráticos y sus mixtos, como diseccionará más adelante, pues en el siguiente párrafo introduce un matiz interesante sin dejar de apelar a Aristóteles: “Junto a esto, en el Libro cuarto de los meteoros se declara que la mezcla y la complexión sólo se efectúan por la cocción y que la cocción sólo se realiza por el calor. La diferencia entre los cuerpos de partes similares no está más que en los grados que tengan de calor y de frío y de humedad y de sequedad”. He aquí un matiz muy interesante, pues al hacer referencia a dicho libro IV donde se analizan los fenómenos meteorológicos y del interior de la tierra como resultado de la interacción de los cuatro elementos –recordemos que el Estagirita añade uno más: el éter…- una vez más hace mención al eterno diálogo hermético existente entre el Cielo y la Tierra, entre el interior del hombre y el planeta donde vive dentro del cosmos.
Una vez establecido esto, Averroes afirma que las complexiones de las partes similares han de ser necesariamente nueve: neutra, caliente, fría, seca, húmeda, cálido-húmeda, cálido-seca, frío-húmeda y frío-seca. Y que “es necesario conocer cuál de estas nueve es la complexión natural para cada uno de los órganos de partes similares del hombre, pues ésta será la complexión equilibrada respecto a las acciones o pasiones de tal miembro. Este equilibrio es lo que se llama templanza propia de la especie y es el que hay que conservar con este arte o restaurarlo cuando se pìerda” (op. cit. p.71). Y con los órganos constituidos por parte disimilares sucede igual: que debe procurarse el equilibrio humoral, para lo cual ha de aplicarse el arte de la medicina. Una complexión equilibrada consistirá precisamente en ello, y Averroes cita a Galeno como defensor de estos preceptos sin decantarse por el momento si se debe acometer la enfermedad desde la óptica de la curación por los opuestos o por los similares, mas el lector avezado va descubriendo de qué modo el sabio cordobés conjunta ambas tradiciones en su ensayo sin descartar por completo ni una ni otra, pero siendo consciente que la Tradición hermética defendió siempre la de los símiles a través de la alquimia vegetal.
¿Cómo se establece el equilibrio? “…por la mutua relación de todas las funciones del cuerpo, pues como estos miembros similares pueden intensificar las complexiones y apartarse de ellas bien en una sola cualidad bien en más de una, de aquí que puedan componerse sin que esta alteración repercuta en la función. Esto puede suceder por causa del clima, por la materia, por el agente o por la edad, pues el niño es caliente y húmedo, el joven es caliente y seco y el viejo el frío y seco” (op. cit. p. 74). Obsérvese cómo continuamente el filósofo y médico continuamente trata de identificar la naturaleza del proceso, desde la edad del paciente, a la de la estación del año, pues en ellos orbita la necesidad de identificar la enfermedad y sanarla. Y obsérvese cómo emplea la filosofía aristotélica al arte médico, como hace en la p. 76: “Después de esto conviene que pasemos al conocimiento de las funciones activas y pasivas propias de cada órgano que, en el estudio de la salud, ocupan el lugar de las causas finales. Las palabras antecedentes sólo dan a conocer las causas formales o materiales”.
Y la primera vez que se refiere a la curación mediante los símiles, como siempre hizo la alquimia vegetal madre de la actual homeopatía, es al hablar del sueño, tras categorizar como siempre los órganos implicados: “Siendo la función del cerebro temperar el calor y la sequedad del corazón, es necesario que a éste le facilite la mayor parte de esta operación del cerebro, y esto sucede cuando su complexión es excesivamente fría y húmeda. Esto sólo ocurre cuando le llegan las sustancias nutrientes y, junto con él, también el corazón se refresca y se enfría, pues la mayor parte de esta operación la recibe del cerebro. Por eso cuando tenemos poco sueño aplicamos fermentos húmedos sobre el cerebro. Mucha gente piensa que el sueño es una acción específica del cerebro, y no es así. Entre las pruebas de que el sueño sólo se debe al frío y la humedad está que los alimentos somníferos son fríos y húmedos, como la lechuga y otros, que provocan sueño, mientras que las cosas que provocan insomnio son calientes y secas” (op. cit. p. 111). De momento, la aplicación de los símiles se refiere únicamente en relación al alimento, no a la medicina a emplear, pues a su entender y al de Hipócrates, antes de ésta debe emplearse aquél.
Como era de esperar, el autor categoriza y reflexiona sobre el humor propio de cada estación del año, sin llegar a las precisiones de Ibn al Jatib en su Libro de la salud según las estaciones del año, no sin antes volver a apelar a los cuerpos celestes como causas remotas de conservación del cuerpo humano, a través del aire, el agua y el alimento que gobiernan (op. cit. p. 112).
FIN PARTE I
Ángel Alcalá Malavé
Periodista y Homeópata