La Reconstrucción

De dioses y hombres. Francisco Vaquero

                          Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo;

        pero como hombres moriréis.

                                                                                                Salmo 82                                                                                                     

 

¿Hasta dónde pueden llegar las vías del crimen organizado y del terror, con sus ideas absolutistas, destructoras de los valores más esenciales y sagrados del hombre? La aventura moral y política de España, de Europa, del mundo, es una crónica de dos caras, una prolongada y dolorosa epopeya donde la dignidad, la humildad y la búsqueda de la verdad ha marchado codo con codo con la violencia, las ambiciones y la sinrazón.

Desde todos los ámbitos, tanto sociales como del poder, se ha venido ejerciendo sistemáticamente el terror como una suerte de dominio que esquilma la que quizás sea nuestra más poderosa razón de vida: la libertad. También La Iglesia y su historia, retratada como luminaria o como sombra, como faro o caverna, se parece trágicamente a la aventura moral y política de Europa. No olvidemos que la Iglesia es el Papa Inocencio III gritando a todos los vientos de la rosa: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”. Pero también es Erasmo de Rotterdam, el abogado más elocuente del ideal humanista, que destella con sus extraordinarias propuestas hacia la mejora de la condición humana. Esa misma Iglesia es la vida de San Juan de la Cruz, como el aire de una fresca mañana,   que compuso la maravilla del Cántico Espiritual en la celda de un convento carmelita. Y es la tolerancia ante la esclavitud o la actitud complaciente del Vaticano ante los desmanes del III Reich.

La historia que paso ahora a contar es real. Un relato iluminador sobre fe y heroísmo que sucede en un monasterio enclavado en las montañas argelinas, en los años noventa del siglo pasado.

Ocho monjes cistercienses franceses viven en armonía con los hermanos musulmanes del poblado cercano, a los que ayudan física y espiritualmente en comunión humana y religiosa, desde el respeto y la conmiseración. Pero, paulatinamente, la violencia y el terror se instalan en la región. A pesar de las crecientes amenazas que les rodean, la decisión de los monjes de quedarse a cualquier precio, se hace más fuerte día a día. Durante años habían vivido como los frailes pintados por Zurbarán. Durante años habían ayudado en todo lo que podían a la comunidad rural que rodeaba el monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Argelia. Pero un día estalla la guerra civil en ese País y la amenaza de muerte golpea los muros del monasterio: ¡Los monjes extranjeros deben volver a Europa, “de donde son los cristianos”! ¿Qué hacer? ¿Traicionar sus principios y regresar a Francia? ¿O quedarse y vencer el miedo a la muerte, permaneciendo fieles a sí mismos y a su decisión de entregarse al servicio de los campesinos hambrientos o enfermos del Atlas?

Los monjes, que vivían del encanto de las formas pequeñas y frágiles cantadas por Fray Luís de León “salmos que despiertan los sentidos al bien divino, un huerto sencillo, una pobrecilla mesa, de amable paz bien abastada”, también encararon esa hora largamente acechada y conjurada con humilde dignidad, sin publicidad, sin aspavientos, sin jactancia alguna. Nunca quisieron ser mártires. Tampoco aceptaron resignadamente un sacrificio inútil y blasfemo en un ejercicio de heroísmo esteticista. Sabían que, en ocasiones, la libertad exige defender nuestra ciudadela interior frente a las amenazas del fanatismo. Sabían que una vida formada por una serie de actos rutinarios, no es, en rigor, una vida libre. Y fueron consecuentes con sus ideas. Sus razones para quedarse en el monasterio ante la amenaza siniestra de los terroristas fueron inmensas. Tuvieron la dimensión de la esperanza y de la fe, del amor a Dios y a los hombres. Murieron porque no tenían más remedio, cuando lo que se les ofrecía no era la salvación, sino la destrucción de las razones de su existencia, el despojo de todos los años que les habían llevado hasta aquel momento y hasta aquel lugar donde se resumía su vida entera. Se les ofrecía sobrevivir, pero desarraigados de una verdad completamente suya. Y, por extraño que parezca en estos tiempos de adulación a lo efímero, a lo virtual, ellos prefirieron que esa verdad viviera en su más profunda realidad espiritual aunque la pagaran al precio terrible que su misma fe y el respeto por esa realidad les exigía. Fueron pasados por las armas.

Las razones de los frailes para abandonar la vida desde la paz absoluta que les ofrecía el amor a Dios y a los hombres, era su obra suprema, el más alto ejemplo. “El rebelde no pide la vida, sino las razones de ésta”, llegaría a decir Albert Camus.

¿Constituye todo esto una vía moral para resolver el planteamiento nihilista o la justicia de este mundo? ¿Encontramos la ley que busca el hombre para ser justo con el hombre, o nos queda sólo la esperanza y la fe en un ente sobrenatural y sufrir hasta la muerte en pos de la vida eterna?

El hombre y la vida, en sí mismos, buscan su propio sentir, el sentido en todos y cada uno de nosotros. Cada latido de paz y de progreso me animan en esa creencia… Sí, “Las razones de la vida”

Francisco Vaquero Sánchez

Poeta, director de la Tertulias Lorquianas