La Reconstrucción

ALFONSO X EL SABIO Y LA PIEDRA FILOSOFAL. Ángel Alcalá Malavé

Muchos siglos después de su reinado, y a una ingente diferencia de todos los demás reyes de Castilla que le antecedieron y que le sucedieron hasta la llegada de Isabel la Católica, sobresale en el panorama variopinto de la Historia la figura emblemática de Alfonso X el Sabio (Toledo, 1221- Sevilla, 1284), sin duda el gobernante más preclaro de la España cristiana a lo largo y ancho de la oscura Edad Media que tuvo que atravesar, aun nutriéndose de las luces y joyas que a modo de cofre críptico pero descifrable, le ofrecía su vecino peninsular, esa España andalusí donde el cultivo de las ciencias herméticas le había procurado un brillo similar al de las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.

Y la pregunta que todo intelectual debe hacerse ante esta evidencia tan palmaria es…¿por qué? ¿Cuáles fueron las líneas de fuerza internas y externas que convergieron en este brillante personaje para que se convirtiera por derecho propio en el faro de luz de su siglo, no sólo en la España cristiana, sino en toda Europa? ¿Qué escenario se encontró al tomar las riendas del poder en 1252 tras fallecer su padre, Fernando III el Santo, y cuáles fueron los desafíos a los que tuvo que enfrentar con mano firme y mente serena? ¿Por qué heredó un reino opaco desde el punto de vista cultural y, sin embargo, cuando traspasó su antorcha se había erigido por derecho propio en uno de los más luminosos de su época? ¿Qué tipo de política siguió, bajo qué luces se amparó, si en un tiempo en el que poder espiritual y político iban unidos –como la espada y la cruz o…esa cruz que forma la espada- fue tan cristiano como todos sus antecesores y como sus sucesores lo serían después de él?

Y es en este punto cuando volvemos la vista atrás y descubrimos en nuestra oscilante y extremista historia peninsular, determinadas y escasas islas de luz que en su tiempo se erigieron también en fuentes de cultura indudable. Ahí, por ejemplo, el reinado del emir Abderrahman II (822- 852), que logró el primer renacimiento cultural de Córdoba y, por ende, de la España andalusí de su tiempo. O el califato de Abderrahaman III (912-961), que pese a todos sus desafueros, su política sangrienta y sus excentricidades, permitió reunificar a todas las provincias andalusíes bajo su mando absoluto e incontestable, a la par que convertía a Córdoba en capital del Saber del mundo conocido, hecho que también supo mantener su hijo Al-Hakem II, mucho más pacífico y piadoso que su progenitor embebido de soberbia, aunque sin duda alguna bien le hubiera valido hacer gala de su coraje para enfrentarse a ese astuto y oscuro Almanzor que logró despojar al califato de las luces con que le habían dotado los dos Omeyas ya mencionados, para erigirlo en una despiadada dictadura militar, finiquitando así ese árbol de la Sabiduría bajo cuya sombra habían podido convivir las tres religiones monoteístas, mientras sus sabios prodigaban todos los frutos propicios en las más diversas ramas del conocimiento.

Islas de luces fueron algunos reinos de taifas, como los de Toledo o Zaragoza, cuyos reyes ampararon y promocionaron a los sabios de su época, y los cobijaron en sus cortes, como estudiamos en La alquimia en al-Ándalus. Y sin duda alguna, todos esos referentes tuvieron que bullir en la cabeza del muy inteligente infante Alfonso antes de acceder al trono del poder, seguramente aconsejado por su madre Beatriz de Suabia, esa culta y erudita mujer que al quedar huérfana de padres fue a instruirse a la corte cristiana más luminosa de su tiempo: la de Federico II de Hohenstaufen, futuro emperador del Sacro Imperio Germánico, que supo amar a la cultura árabe como lo que realmente fue: la heredera de las luces de los sabios de la Antigüedad greco-romana, sabios que no sólo se limitaron a traducir y comentar, sino que supieron aumentar con el caudal de su propia y específica sabiduría, enriquecida con los aportes del Islam.

Como toda madre, supo ver las virtudes y defectos de su hijo, y al detectar la inteligencia despierta de Alfonso y su infinita sed de saber, procuraría educarle no sólo en la cultura cristiana de su tiempo, sino abierto en sus poros a esa otra cultura peninsular que había brillado con un esplendor tal, que se había erguido en el faro de Alejandría de su tiempo: la cultura andalusí. Y hemos empleado a propósito el condicional procuraría porque es poco lo que se sabe de esos años del futuro rey. Muy poco. San Alberto Magno afirma en su Libro de los minerales que conoció en París a un infante de Castilla, que no podía ser otro que nuestro insigne personaje. Y la cita no es baladí, puesto que el interés de éste por la astrología y la alquimia –que en modo alguno tuvo su padre- posiblemente supo saciarse en los sabrosos pechos del gran filósofo escolástico, completamente trufados de Arte Real y Ciencia Sagrada, aunque desgraciadamente en España aún no podamos gozar de una edición de sus obras completas. Basta una sola mirada sobre los títulos de sus obras, para colegir lo evidente: que fue hijo de Hermes, como sin duda lo fue su amado discípulo, el futuro doctor de la Iglesia Santo Tomás de Aquino.

Porque ésta, y no otra, es la clave que permite entender el brillo intenso del reinado de Alfonso X el Sabio. Todos los eruditos que se acerquen a su figura sin tener en cuenta este puntal de su vida, errarán de raíz al pretender enjuiciar su vida y su reinado, pues la evidencia muestra que toda ella se erigió con la máxima de dar luces rectas a su pueblo en tanto que gobernante; y suministrarle el mayor caudal posible de saber perfectamente acorde con las leyes divinas que juraría defender, no sólo como rey cristiano aspirante al trono del Sacro Imperio Germánico, sino como hijo de Hermes. Y esa huella hermética la dejó marcada en casi todos los libros que legó a la posteridad, incluidos aquellos que ordenó redactar por encargo a los sabios árabes o hebreos de su corte. Y por ello yerran aquellos que no han querido atribuirle un pequeño tratado de alquimia que figura en su nombre, el Libro del Tesoro o del Candado, en el que explica las claves de la piedra filosofal.

Al tratar de separar al Rey Sabio de esta obra, se ha pretendido hacer lo mismo que con otros sabios de su tiempo o de siglos precedentes o posteriores, como Sinesio de Cirene, Ramón Llull, o los propios San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino: dotarlos de esa pátina de racionalidad con la que el occidental ilustrado contempla la realidad para hacerla permisible a sus prejuicios. Basta un estudio serio y concienzudo de las respectivas obras de todos ellos para poder aseverar con rotundidad que, como era natural en la cadena filosófica desde los lejanos tiempos griegos, bebieron de los pechos de Hermes del mismo modo que él lo hizo de Hera. E igual sucede con Alfonso X el Sabio, como analizaremos en este estudio. No vamos a realizarlo de modo exhaustivo, pues para ese menester ya existen los medievalistas y los estudiosos de la literatura, sino tan sólo en lo que constituye el propósito de este ensayo: demostrar su huella profundamente hermética.

  Una huella que, repetimos, ya es observable en sus obras. ¿Por qué, si no, convocó a los sabios de las tres religiones en su corte? ¿Por qué contrató a insignes sabios y traductores para trasvasar del árabe al latín o castellano los libros más importantes que existían al otro lado de la frontera cristiana? La Escuela de Traductores de Toledo, aunque creada antes de su nacimiento, cobró un impulso mayúsculo bajo sus riendas, y gracias a ello se tradujeron obras de medicina, astronomía y astrología –inseparables ambas disciplinas en aquellos siglos-, leyes, literatura, filosofía…Pues este rey, a diferencia de muchos otros, no contempló con fanatismo cerril a su vecino musulmán, sino que supo ver las luces de su saber bajo el turbante y la chilaba con la que se recubrían. E igual sucedió con la minoría judía, aunque su huella cultural y espiritual fuera menor. Tal vez ello explique que apenas se produjeran conquistas militares en sus treinta años de reinado, y casi todas en la primera década de su reinado, cuando conquistó Jerez, Cádiz y algunas plazas del norte de África. Ese amor al Saber explica, pues, que fundara Studi o Escuelas Generales de latín y árabe en Sevilla; o una Escuela en Murcia, cuya batuta legaría a un sabio musulmán, al Ricotí, y no a un cristiano; o que elevara a Salamanca al rango de Universidad en 1254, la primera en toda Europa que gozaría de dicho estatus. O que optara por el castellano como lengua vehicular por encima del latín, en un intento de acercar a todos sus súbditos los pergaminos que trasvasaban en su Escuela de Traductores de Toledo.

De modo que nos imaginamos el entorno cerril de su tiempo, y no dejamos de admirarnos del espíritu universal con el que supo tomar decisiones importantísimas en su reinado, q      ue le costarían la enemistad de los dos poderes fundamentales sobre los que se erigía el reino: la Iglesia todopoderosa y la nobleza, pues por eso mismo sus Leyes no se aplicarían hasta la llegada de los Reyes Católicos, como puede comprobar quien quiera estudiar ese aspecto de su reinado. Y pareciera que estuviéramos haciendo una hagiografía de su persona, y nada más lejos de la realidad: también el Rey Sabio cometió errores de bulto que no se correspondían a su filiación hermética, como la dureza con la que trató a los mudéjares bajo su mando, o ese apego obsesivo al poder temporal en el Sacro Imperio que tantos quebraderos de cabeza debió procurarle…por no mencionar el levantamiento de su propio hijo Sancho contra él, al que finalmente tuvo que desheredar tras declararse abiertamente la guerra.

Pero en la oscura y belicosa Edad Media europea refulgen las estrellas bajo unos escasos reinados, y uno de ellos fue el de este rey Alfonso X el Sabio, cuya huella hermética vamos a estudiar a continuación.

Guiños de Hermes

Y, desde esta perspectiva, es irrelevante que otros fueran los autores de determinadas obras que luego él rubricaba con su firma, pues lo importante del hecho es que el Rey Sabio quiso legitimar los saberes herméticos por encima del criterio de la Iglesia de su tiempo…de la que no consta que se rasgara las vestiduras ante este hecho, dado que los propios filósofos cristianos reflejaban en sus ensayos ese diálogo entre el Cielo y la Tierra, con lo cual se demuestra otra evidencia más: que también en algunos de sus monasterios, en tanto que receptores de los manuscritos de los sabios, se practicaba el Arte Real y Ciencia Sagrada. Como buenos herméticos, los monjes no dejaron huella de ello, pero sí aquellos que firmaron sus obras, como los filósofos cristianos antes mencionados, o el propio Ramón Llull. Así que retengamos en la memoria este hecho aparentemente imperceptible, para poder comprender con posterioridad de qué modo fue conservado el sufismo y el saber hermético en todos los autores que brillarán con luz propia tanto en el Siglo de Oro como en el siglo XVII, pues la inmensa mayor parte de ellos se nutrieron de las bibliotecas de sus monasterios y conventos, o del principal foco de saber de su tiempo: la Universidad de Salamanca. Un tiempo en el que la inercia de los siglos anteriores aún conservaba un hecho incontestable: que la filosofía natural concebía una hija secreta bajo su vientre, que era la alquimia. De modo que todo filósofo o estudiante de filosofía, antes o después, y según se le fueran desvelando los ojos por maestros previamente iluminados, tropezaba con ella. Y huelga decir, que hoy como ayer, el teólogo debía recibir una sólida formación filosófica.

Y el estudiante también, toda vez que debía aplicarse en el trívium y cuadrivium, como sin duda debió aplicarse el inteligente y despierto Alfonso X. Ya antes de acceder al trono apadrinó un sólido Lapidario en el que revelaba un conocimiento profundo de la astrología y de la máxima hermética “como es Arriba es Abajo”, cosa que ya manifiesta palmariamente en su prólogo citando nada menos que a Aristóteles:

“Aristotil, que fue mas complido delos otros filósofos, et el que mas naturalmente mostro todas las cosas por razón verdadera, et las fizo entender complidamente según son, dixo que todas la cosas que son so los velos se mueven et se enderezan por el movimiento de los cuerpos celestiales, por la virtud que ah dellos, según lo ordeno Dios, que es la primera virtud et donde la an todas las otras.

Et mostro que todas las cosas del mundo son como travadas, et reciben virtud unas dotras; las mas viles, delas mas nobles. Et esta virtud paresce en unas mas manifiesta, assi como en los animales et en las plantas; et en otras mas escondida, assi como en las piedras et en los metales.

Et destas fizieron los sabios libros en que dixieron delos cuerpos celestiales que no son compuestos delos quatro elementos; et esso mismo delos otros que dellos se compone, assi como de animales, que son todas las cosas vivas que an alma de sentir et de mover. Et otrossi de las plantas que son delos fructos que nascen de la tierra, assi como arboles et yerbas.

Et fablaron otrossi delas cosas mas duras que se fazen dela tierra, assi como piedras et metales. Et de cadauna destas fizieron libros. Mas los que escribieran delas piedras, assi como Aristotil, que fizo un libro en que nombró setecientes dellas, dixo de cadauna de que color era, et de que grandeza, et que virtud avie, et que que lugar la falluan, Et assi fizieron otros muchos sabios que en estas cosas tanxieron.

Mas tarde aquellos ovo y algunos que se metieron mas a saber el fecho dellas. Et touvieron que les non // abondava de conocer su color et su grandes, et su virtud, si non conociesen quales eran los cuerpos celestiales con que avien atamiento, de que reciben la virtud por que se enderezan a fazer sus obras, según el enderezamiento delos estados delos cuerpos de suso, en toda obra de bien o de mal” (Antología, Alfonso X, ed. Orbis, 1983, p.279).

He ahí cómo habla de eso de lo que habló toda la cadena hermética desde sus inicios, y que nosotros hemos estudiado en este ensayo en uno de ellos, Ibn al-Sid: la signatura. Esa huella del astro sobre la Tierra a través de las cosas creadas que caen bajo su regencia. Y aquí el Rey Sabio la menciona para que comprendamos la causa por la que se le asignará a cada piedra una virtud curativa, o varias…pero todas relacionadas con la complexión a la que pertenece, en función de los cuatro elementos y las cuatro cualidades: frío, calor, sequedad y humedad. Así es como se categorizaba a las criaturas del mundo sublunar en los tres reinos subordinados al hombre (mineral, vegetal y animal), y a él mismo, según hemos venido estudiando en este ensayo.

Y se afirma en el prólogo que este Lapidario hemos de atribuirlo a un tal Abolays, de raíces caldeas, que vertió del caldeo al arábigo todo lo contenido en el libro: trescientas sesenta piedras “según los grados de los signos que son en el ochavo cielo” o esfera de las estrellas fijas, tan estudiado en todo el mundo antiguo y medieval por causas herméticas que expusimos en el capítulo La astronomía mística en al-Ándalus en nuestro ensayo La alquimia en la Alhambra (y disculpe el lector la autocita, pero sólo ahí hemos podido hallarlo). Y, una vez muerto, el libro cayó en manos del infante Alfonso, que se lo hizo leer a su físico, el judío Yhuda Mosca el Menor, “que era mucho entendido en el arte de la astronomía et sabie et entendie bien el arábigo et el latin” (op. cit. p. 281). Y para que los hombres lo entendiesen mejor y lo aprovecharan, fue trasladado al castellano gracias al clérigo Garci Perez “que era otrossi mucho entendido en este saber de astronomía”.

He aquí todo un cuadro muy revelador de cómo se trasvasaban los saberes en la época entre nuestra España andalusí y la cristiana. Sabios de las tres religiones estudiaban un mismo cielo pues se cobijaban bajo unas mismas estrellas y unos mismos mandatos espirituales si, como cabe sospechar, eran hijos de Hermes: transmutar sus defectos en virtudes para lograr la cúspide del oro filosófico, representado por los respectivos profetas de las tres grandes religiones. He ahí el diálogo de sabios que se produjo en nuestro suelo en aquellos siglos de luz y oscuridad, sí, pero en los que la huella hermética refulgía silenciosa pero contundente entre quienes se sabían portadores de su llama. Alfonso X el Sabio lo sabía…porque fue uno de ellos.

Y por eso advierte ya en la parte final del prólogo, que el que se quiera aprovechar de este libro pare mientes en tres cosas: la primera, “que sea sabidor de astronomía, por que sepa conocer las estrellas, en qual estado están, et en qual sazon viene mayor virtud alas piedras dellas, según la virtud que reciben de Dios. La segunda cosa es que sepan conocerlas piedras et los colores, et las faiciones dellas, et estremar la contrafecha de la natural, et departir otrossi las que naturalmente se semejan en uno, conociéndolas por peso et por dureza, et por las otras sennales por que se pueden conocer a omne que fuere entendido en este saber. La tercera cosa es que sea sabedor dela arte de física, que iaze mucho del la encerrada en las virtud dellas piedras, según en este libro se muestra…(…)” (op. cit. p. 281).

El arte de la física no es la ciencia física como hoy la entendemos, sino principalmente la medicina, dado que el médico debía realizar deducciones de un compuesto en el que estaba prohibido realizar disecciones anatómicas siendo ya cadáver. Y para ello se valía de los doce climas astrológicos (desde Aries, la cabeza; a Piscis, los pies) y la interacción de los cuatro elementos, como estudiamos en el Libro de las generalidades de la medicina. De modo que si este fue el primer libro que patrocinó con su sello y firma nuestro rey Alfonso X, ¿qué podíamos esperar de los que se tradujeron y compusieron a lo largo de su reinado? Hubiera podido suceder lo que a otros gobernantes que en el mundo han sido: que al contacto con el barro sucio del poder terrenal, terminaran olvidando su filiación hermética y, por tanto, su deber de procurar luz, armonía y prosperidad a sus gobernados. E indudablemente que él cometió fallos humanos, muy humanos, pero jamás dejó de traducir y componer libros en su Escuela de Traductores de Toledo. Es más, antepuso esa labor a la conquista militar, hecho que le supuso no pocos quebraderos de cabeza con la nobleza castellana.

Pero prosigamos con el análisis de este Lapidario. Decíamos que se detalla una piedra para cada uno de los 360 grados zodiacales, y se explica a qué grado pertenece la piedra, cuál es su elemento y cualidad, y qué usos médicos tiene. Por ejemplo, la “piedra que dizen menefel:

Del octavo grado del signo de Tauro es la piedra aque llaman meneffi. Esta es fallada en tierra de Egipto…Son piedras menudas, et en cadauna a muchos colores de muchas maneras, pero las que mas se y muestran, son assi como vermeio et amariello, et verde. Piedra es dura et fuerte de quebrantar. Mediana es en peso, ca no es muy liviana ni muy pesada. De su natura es fría y seca. Et los de Egipto llaman a esta piedra mardican, que quiere tanto decir como atomecedor, ca ella a tal virtud que quando la muelen et la vuelven con alguna licor, et la ponen sobre algún miembro de omne, atomece gele luego de manera quel non siente. Et por ende, en el arte de la física obran della en aquellos logares que quieren quemar o taiar, et otrossi en aquellos que an grand dolor, ca poniendo la sobrestos logares, tan fuerte faz perder el sentido que después non siente ninguna cosa quel fagan, por fuerza, nin por otro dolor que ante aya en aquel logar. Et la estrella meridional delas dos que son en la oreia septentrional dela figura de Tauro a sennorio sobresta piedra, et della recibe la fuerza et la virtud. Et quando esta estrella fuere en el ascendente, muestra esta piedra mas manifiestamente sus obras” (op. cit. p. 287).

Tras la lectura de este libro, así como de la obra toda de Alfonso X el Sabio, no nos cabe ninguna duda sobre su filiación hermética. Y de ello dio muestras no sólo en libros específicos muy evidentes en este campo, como el ya analizado Lapidario o el Libro del Tesoro, sino incluso en aquellos otros donde hoy día nos resulta impensable que se hiciera, y donde efectivamente los autores que no eran hijos de Hermes no dejaban dicha huella. Por ejemplo en sus libros de Historia, tanto de España como la General.

Así, en la Primera Crónica General, al hablar de la historia de los godos, especifica todo el capítulo 489 para detallar “De como Mahoma dixo que subirá fasta los syete cielos”, pues efectivamente durante el reinado de este rey auténticamente sabio se tradujo al latín y posteriormente al francés el Libro de la Escala de Mahoma (v. Astronomía mística en al-Ándalus), donde efectivamente resume en primera persona cómo el ángel Gabriel le condujo por los siete cielos astronómicos, hecho de enorme relevancia mística para todos los sufíes y, por ende, para todos los místicos de su tiempo y de los siglos posteriores, pues marcaba el lento y paulatino grado de ascensión y purificación del alma hasta arribar, ya en éxtasis, hasta el mismo trono de Dios. He aquí la “secreta escala” de San Juan de la Cruz…y de otros místicos españoles que dieron testimonio escrito de ello. Pero ¿cuántos más no lo hicieron y se dejaron embriagar por el dulce vino del Amado?

Tuvo que ser muy amigo de las ciencias hoy llamadas ocultas nuestro personaje, pues al hablar de las buenas obras de San Isidoro de Sevilla y de su muerte, a lo que dedica otro capítulo, especifica muy claramente que cuando “el vino al concilio de Toledo dixo ell y ante todos el dia que avie de morir et las cosas que avien de venir sobre Sevilla, este Sant Esidro fue muy noble de spirito pora decir las cosas que avien de venir, et muy granada en dar limosnas…” (op. cit. p. 91).

También en su General e Grand Estoria no tuvo ambages en explicar a sus lectores algo que ningún sabio o filósofo de su tiempo dudaba: la influencia del Cielo sobre la Tierra. Para empezar, en el Libro Primero, en su capítulo 13 habla de Enoc, hijo de Caín, seguramente consciente por la Tradición islámica que él fue el primer Hermes del que emanó la sabrosa ciencia que tanto él degustaba. Y el capítulo 15 de su Libro Tercero lo titula “De como lo omnes creyeron en las estrellas”, algo ciertamente impensable en un historiador cristiano de su época, no digamos ya a partir de la Ilustración. Y el capítulo 38 de su Libro Séptimo lo dedica a explicar la geometría y la astrología en sus departamentos, pues en todo momento el Rey Sabio es consciente de la importancia del conocimiento del espejo del Cielo, y de la sabiduría que ello proporciona.

La parte segunda de este grueso libro no es menos deliciosa en el aspecto que estamos desmenuzando. El capítulo 18 lo titula “Del philosopho Tat que ovo nombre Hermes, e fue fijo del otro Hermes Trimegisto, e fue Mercurio”. Y en el siguiente, el 19, expone “las razones del saber de Hermes”. Y cualquiera que haya leído el Corpus Hermeticum advierte que no sólo se explica el mundo, el hombre y el universo a través del conocimiento del Cielo, sino que, en perfecta concordancia con ello, se exhorta a los seres humanos a llevar una vida de rectitud moral, como sin duda alguna hizo el Rey Sabio en sus Siete Partidas para trasladar ese mismo mandato a su propio pueblo. Pero antes de analizar este libro, terminamos el análisis de esta Historia General remarcando un aspecto que no nos ha de pasar por alto, y es la suma de consejos de Platón que recoge en la parte final de su parte cuarta, pues que redunda en este aspecto que estamos mencionando:

“Otrosi diz que pensar lo grave que non es grave cosa, et que el corazón según la natura es lumbre de todo el cuerpo vivo, et como el corazón es lumbre del cuerpo que asi es la tristeza tiniebra dél, et que cuando viene la tristeza sobre la lumbre que la entenebrece. E diz otrosi que ell alegría es lumbre del cuerpo qui la ha, et que cuando ell alegría sobre la lumbre viene, esto es sobrel corazón, quel alegra mas yl alumbra” (op. cit. p. 171).

U este otro consejo: “E sobresto dice el libro, que vio Plato un homne que fablaba mucho et ascuchaba poco, et dixol: tu sales de derecho a tus orejas et a tu boca, ca de so derecho sale de su boca qui mas fabla que non debe, et a sus orejas otrosi qui non ascucha como debe, cadiz que por eso dio Dios a homne dos orejas con que oise et una boca con que fablase porque oise dos tanto que non fablase como son las orejas dos tantas que non la boca”.

O éste otro consejo, relativo al reinado, que tuvo a bien él mismo subrayar:

“E dixo les sobresto aquel rey: es aventurado el qui mejora en el regno de so padre et cresce con él el regno en bondad, et asi como es aventurado el qui mejora en el regno, asi es desaventurado el qui mingua en él; et cuando va el regno a derechas, sirven las cobdicias a los sesos et desi dotra guisa sirven los sesos a las cobdicias et va mal” (op. cit. p. 173).

Las Siete Partidas y la regla

En este tratado el Rey Sabio compuso todo un conjunto de leyes sobre los más diversos apartados y aspectos con las que quiso regir rectamente a su pueblo. Desgraciadamente, un estudioso poco informado lo tildaría de renacentista, ignorando la gran evidencia que atesora la Historia y que aquí mostramos: que antes que en el Renacimiento, los hombres y reyes sabios –he ahí la figura del rey filósofo de Platón- procuraron regirse por las leyes de armonía y equilibrio emanadas del Cielo que se hallan presentes en quienes con celo lo estudian, como lo hizo Alfonso X y su corte, y dictadas también por los profetas a través de los mandamientos. Y que esos reyes sabios fueron en su inmensa mayoría hijos de Hermes, como estamos analizando en este ensayo y ya ha sido suficientemente probado por otros libros más antiguos, sabios y enjundiosos.

De ahí su intento denodado de ofrecer la luz del entendimiento a las realidades más opacas de su tiempo. Y una de ellas fue indudablemente el mundo mágico en el que se vio envuelto el hombre de la Edad Media. El rey ofrece consejos y leyes a clérigos, maestros y obispos para que no falte la recta enseñanza de Dios a todos los pobladores de su reino, y él mismo ofrece aclaraciones a asuntos que debían ser moneda común de la época, como los milagros. Por eso, el titulo IV de la Partida I lo consagra enteramente a desentrañar aquello que debe ostentar el verdadero milagro frente al que aparenta ser tal. Dice así, su ley LXVI:

“Quatro cosas ha mester el miraglo para ser verdadero. La primera, que venga por poder de Dios y no por enganno, assi cuemo los encantadores que fazen semeiar las cosas dotra guisa que no son. La segunda, que aquella cosa que fiziere, que sea contra natura, assi cuemo resucitar muerto o andar sobre el agua, o fazer alguna de las otras cosas que dize en la ley ante desta. La tercera, que avenga por merecimiento de santidad e de bondat que aya en si aquél que lo faze o aquellos para quienes es fecho, e no por fuerza de palabras, assi como acaece dalgunos clérigos misacantanos, que aunque ellos no sean tan de buena vida, por la fuerza de las palabras que dizen en la missa, mudase el pan o el vino maravillosamente en el cuerpo e en la sangre de Nuerstro Sennor Ihesu Christo. La quarta, que aquella cosa que fuere fecha, que sea para confirmamiento de la fe. Ca si por otra cosa lo fiziese alguno, no serie miraglo, asi cuemo fazen los omnes por maestria de una cosa otra, con entencion de ganar y algo” (op. cit. p. 177).

Nadie duda que en la Edad Media europea rige a nivel político una teocracia merced a la cual se unen la espada y la cruz en un mismo fin, y por tanto, existe un poder terrenal representado por el rey, y un poder espiritual representado por el Papa (y ese debate sobre si filosofía y religión debían compartir el mismo fin también se dio en tierras del Islam y, por supuesto, en al-Ándalus). Pero Alfonso X no tiene ambages en afirmar que del emperador dependen las decisiones políticas que han de regir la vida y las costumbres del mundo terrenal, pues sólo en las decisiones espirituales depende del Santo Padre de Roma. Y es por ello que dicta las normas por las que han de regirse obispos y clérigos. Y en su ley XLVIII, titulada De qué cosas debe ser sabidor el obispo para enseñar a los de su obispado, indica que en cada iglesia obispal haya maestro de Gramática “que es arte para aprender el lenguaje del Latín”, Lógica “que es para saber e conocer departir la verdat de la mentira”, Retórica…así como los otros cuatro saberes: Aritmética, Geometría, Música y Astronomía, “que es para saber el movimiento de los cielos e el curso de los planetas e de las estrellas; non touvieron por bien los Sanctos Padres que se trabaiassen mucho los clérigos de los aprender ca cuomo quier que estos saberes son nobles e muy buenos quanto en sí, non son convinientes a los clérigos ni se mourien por ellos a fazer obras de piedat assi cuemo a preygar e confessar e las otras cosas semeiantes destas que son tenudos de fazer de derecho” (op. cit. p. 179).

Muy interesante es también la reflexión que ofrece respecto a su ley LII sobre los clérigos que no deben traer los cabellos largos ni andar de mal continente: “Coronas grandes manda el derecho de Sancta Eglesia que traían los clérigos e los cabellos tan cortos que les parescan las oreias. E esto fue establecido en sennal del regno de Dios que esperan a aver, o serán coronados si fizieren lo que deven ca assi cuemo los reyes han a gobernar los omnes en las cosas temporales, assi lo han a fazer los clérigos en las espirituales. E por esta razón los llama la Eglesia regedores. E por la rasura que trahen en las cabezas, se de a entender que deben raer de sus voluntades los sabores de este mundo e dexarse de las cosas temporales e tenerse por abondados solamente que hayan que comer e que vestir” (op. cit. p. 180).

El deseo de rectitud que ha de regir en los representantes de los distintos estamentos de su reino se traslada, como no podía ser de otro modo, a las órdenes de caballería, tan lejanas en la nebulosa romántica de nuestro tiempo, pero tan reales en la época en que reinó Alfonso X y aun en las posteriores. Por eso dedica varias leyes a este particular, como la ley XII del título XXI, en la que advierte qué hombres no pueden ser armados caballeros y por qué razones. Por ejemplo, los hombres muy pobres, para evitar que mendiguen o lleven vida deshonrada. O los “menguados de su persona o de sus miembros, de manera que no pudiese en guerra ayudar de las armas”. O los que van haciendo mercaderías, o los traidores conocidos…

La ley XIII del mismo título dicta qué cosas deben hacer los escuderos antes de recibir caballería, y la ley XIV se detiene a ordenar cómo han de ser hechos los caballeros. “Et después que se lo otorgare, debele calzar las espuelas, o mandar a algún caballero que se las calze: et esto ha de ser según qual home fuere o el hogar que toviere. Et fácenlo desta guisa por mostrar que asi como al caballo ponen las espuelas de diestro et de siniestro para hacerle correr derecho, que asi debe el fazer sus fechos enderezadamente de manera que non tuerza a ninguna parte. Et asi debe ceñir la espada sobre el brial que vistiere asi que la cinta non sea muy floxa, mas que se le llegue al cuerpo; et eso es por significanza que las cuatro virtudes que diximos debe siempre haberlas caronado asi…(…) Et desque la espada le hobiere ceñida, débela sacar de la vayna et ponérsela en la mano diestra, et fazerle jurar estas tres cosas: la primera que non recele morir por su ley si meester fuere; la segunda por su señor natural; la tercera por su tierra; et cuando esto hobiere jurado débele dar una pescozada porque estas cosas sobredichas le vengan emiente, diciéndole que Dios le guie a su servicio et le dexe cumplir lo que allí prometio: et después de esto hale de besar en señal de fe et de paz et de hermandad que debe ser guardada entre los caballeros” (op. cit. 207).

  Todos los títulos y leyes de estas Siete Partidas están inspiradas en ese mismo criterio de rectitud que debe regir en un reino, desde su rey hasta el último de sus regidos. Y también de los asuntos sobre los que reinar. Por eso el Rey Sabio, tras discernir con la espada del pensamiento dónde se halla la verdad y lo recto, y dónde la mentira y lo torcido, dispone en la ley I de su título XXIII “qué quiere decir adivinanza, et quántas maneras son della”, y razona sus argumentos así:

“Adivinanza tanto quiere decir como querer tomar poder de Dios para saber las cosas que son por venir. Et son dos maneras de adevinanza: la primera es la que se faze por arte de astronomía, que es una de las siete artes liberales: et esta según el fuero de las leyes non es defendida de usar a los que son ende maestros et la entienden verdaderamente, porque los juicios y los asmamientos (pensamientos) que se dan por este arte, son catados por el curso natural de los planetas et de las otras estrellas, et tomados de los libros de Tolomeo et de los otros sabidores que se trabajaron desta sciencia: mas los otros que non son ende sabidores, non deben obrar por ella, como quier que se puedan trabajar de aprenderla estudiando en los libros de los sabios. La segunda manera de adivinanza es de los agoreros, et de los sorteros et de los fechiceros que catan en agüero de aves, o de estornudos o de palabras, a que llaman proverbio, o echan suertes, o catan en agua, o en cristal, o en espejo, o en espada o en otra cosa luciente, o fazen hechizos de metal o de otra cosa qualquier, o adivinan en cabeza de home muerto, o de bestia, o de perro, o en palma de niño o de mujer virgen. Et estos truhanes atales et todos los otros semejantes dellos porque son homes dañosos et engañadores, et nacen de sus fechos muy grandes daños et males a la tierra, defendemos que ninguno de ellos more en nuestro señorio” (op. cit. 248).

Libros del saber de astronomía

Lo analizado hasta aquí basta para demostrar la filiación profundamente hermética de Alfonso X, pues si en sus obras no astronómicas o místicas quiso dejar dicha huella, ¿qué podemos decir de esos cuatro libros que dedicó enteramente a la astronomía…y la astrología que ella misma implicaba, dado que hasta Kepler no empezaron a separarse ambas disciplinas, y aún el propio Isaac Newton, en su tratado De la mecánica del universo afirmó que para combatir la creencia en la astrología había que saber previamente de ella? Sí, el fundador de la Física moderna, que también fue alquimista en una Europa que ya empezaba a despojar a la alquimia de su mística.

Pero retornemos a nuestro rey, que no duda en apelar a Dios en el prólogo del libro de la Ochava Esfera, esa esfera de las estrellas fijas que los árabes estudiaron con una perfección asombrosa, como sabe cualquiera que haya cotejado Sobre las natividades de Albubather, entre otras perlas que legaron a la humanidad, y de las que desciende la astrología cultivada posteriormente en Europa. En dicho prólogo, advierte el rey: “Otrosi debemos amar porque por la su virtud, et por la su merced nos mantiene, et nos da vida en este mundo mientre El quiere que vivamos, et nos guarda, et nos libra de muchos males que recibimos y recibiríamos según la natura de que estamos fechos, et las voluntades que habemos naturalmente de obrar el mal antes que el bien. Et otrosi debemos temer, et guardarnos de facerle pesar, porque la virtud de su poder et de su ira, non quiera mostrar en este mundo en los nuestros cuerpos, ni en ell otro a las almas. Et por todas estas razones lo debemos loar, et amar, et temer, et temiendo la virtud del so poder” (op. cit. p. 264).

Y antes de pasar a explicar las virtudes de cada estrella y cada constelación, asevera las razones por las que también se encubren determinados secretos celestes: “Et qui esto quisiere saber ciertamente pugne de leer los libros de los sabios antiguos et ahí lo fallará; ca y mostraron ellos las naturas de las cosas, et descobrieron las poridades (secretos) dellas a los entendidos et amadores de saber, et pugnaron de las encobrir a los que non han buen entendimiento porque a tales cuemo estos daña el saber en tres maneras: la primera porque non lo entienden ellos; la segunda porque non lo entendiendo, menosprecianlo diciendo que non es verdad; la tercera porque non les abonda de que ellos non lo entiendan et lo desprecian non lo entendiendo. Mas aun quieren que otros de su entendimiento lo desprecien et non lo crean, ansi cuemo ellos non lo creen. Et a tales cuemo estos dixo Aristotiles et los otros filósofos que los spiritos destos son tan turbios et tan pesados que mas deben ser contados en logar de otros animales que de homes” (op. cit. p. 266).

Cualquier lector que lea entre líneas este pasaje y lo inserte en la pieza del rompecabezas del reinado de Alfonso X el Sabio, comprende que aquí se hallan las causas por las que el rey tradujo de los sabios árabes y judíos mucho más de lo que menciona en sus crónicas oficiales, pues por más que oficialmente se pronunciara como defensor del hermetismo, dado que Hermes era considerado el padre de todas las ciencias, era consciente de que no todas las perlas podían ser ofrecidas al vulgo, y que, como siempre había sucedido en la cadena de transmisión, sólo una minoría iba a entenderlas en toda su profundidad. He aquí una clave importante en relación a la tesis sostenida en este ensayo. ¿Participó Alfonso X de esa “escondida senda de los sabios” a la que hará referencia siglos más tarde fray Luis de León? ¿Existió una Orden secreta que quiso resguardar el caudal de sabiduría hermética de los ojos profanos y cerriles –incluyendo a la Iglesia oficial- y, por ello, fueron traducidos manuscritos de sabios andalusíes y árabes que sólo ellos leían, y que celosamente guardaban? ¿Se volvió aún más hermética dicha Orden secreta cuando la Inquisición comenzó a actuar en Castilla, más dos siglos después que en la Corona de Aragón? A medida que el lector vaya avanzando en la lectura de este ensayo, podrá extraer las conclusiones por sí mismo. Porque sí podemos avanzar ya una evidencia: todos los sabios y místicos que vamos a estudiar a partir de ahora en la España oficialmente cristiana, se nutrieron de ambas fuentes: sufismo y hermetismo.

La otra clave la ofrece el mismo rey en sus Siete Partidas, pero hemos esperado a reservarla hasta aquí: en la ley XXVIII del título VII de la Parte Cuarta, titulada Cómo no debe aprender física ni leyes ningún religioso, ofrece las razones por las que ningún clérigo tuvo a bien la Iglesia que aprendiera dichas disciplinas, dado que “por tentación del diablo” abandonaban sus monasterios para ir a ofrecerse al vulgo necesitado. Luego surge la inevitable pregunta sobre de qué modo se revelaba y enseñaba la alquimia en dichos monasterios donde eran traducidos los manuscritos de los sabios griegos, árabes y andalusíes. Porque, como hemos visto, la física era en la época el nombre que recibía la medicina, y la más elevada enseñanza de ésta, consistía en aprender los misterios de las leyes de la naturaleza, los doce climas zodiacales del cuerpo humano, y la interacción de los cuatro elementos a través de los cuatro humores hipocráticos, tal y como vimos en Averroes.

Y la respuesta cae por su propio peso: de un modo muy hermético. Ni en todos los monasterios y conventos se enseñaba y practicaba, ni mucho menos todos los clérigos recibían esa luz prístina y diáfana. De modo que la sabiduría dorada se había traducido en la Escuela de Traductores de Toledo en su gran parte, pero no nos cabe duda que también en algunos monasterios cristianos tras la conquista respectiva de la provincia por las tropas castellanas o aragonesas, y por supuesto, en la gran Universidad de Salamanca, cuna del Saber de la España cristiana de aquellos siglos. Allí beberían los grandes místicos del Siglo de Oro, como estudiaremos en su momento, en una España mestiza de saberes esotéricos, empapada en las tres religiones, que se habían cobijado bajo un mismo árbol de Sabiduría.

En la España de Alfonso X, sin duda alguna convivieron cristianos, mudéjares y judíos con sus derechos y obligaciones, sus rencillas y sus recelos, sus odios y sus amores…porque era aún una España rica y diversa, a la que no se había extirpado su parte oriental, como harían los Reyes Católicos al expulsar a los judíos y, ya en el siglo XVI, al ir decretando leyes de conversión forzosa a todos los moriscos. Todo ello lo estudia muy concienzudamente Américo  Castro en sus ensayos sobre el particular, tanto literarios como históricos, así como Asín Palacios y Luce López Baralt, y a dichos ensayos magníficos remitimos al lector interesado. Nosotros indagamos aquí sobre un aspecto no estudiado del todo: el esoterismo inherente a los sabios y místicos de aquellos siglos, y la invisible vía de transmisión de esos saberes.

De modo que en tiempos del Rey Sabio, los habitantes de la España cristiana vivieron en estrecho contacto con la mudéjar y judía. Y aquel hombre despierto que tuviera en su pecho la llamada de la insaciable sed de sabiduría, podía golpear las puertas oportunas en secreto, sin que nadie lo viera, en una noche oscura, sin otra luz y guía sino la que en el corazón le ardía…    Porque la infausta Inquisición, nacida en 1184 para combatir lo que la Iglesia Católica denominó la “herejía cátara”, no llegaría a los reinos peninsulares sino hasta 1249. Primero en la Corona de Aragón, y casi dos siglos más tarde, en 1478, en la Corona de Castilla por orden del Papa Sixto IV y su bula Exigit Sincerae Devotionis, para combatir lo que denominó prácticas judaizantes de los judeoconversos de Sevilla. Y ésta sí, dependió directamente de la monarquía ostentada en esos años por los Reyes Católicos. Fue en el año de 1485 cuando ellos la hicieron extensible al Reino de Aragón y, después, a las posesiones de la América que se iba descubriendo.

Y en tiempos del reinado de Alfonso X aún no se había proclamado la Spondent quas non exhibent, esa bula que condenaba la práctica de la alquimia como medio para fabricar oro fraudulento, y no esa vertiente de la alquimia que fue siempre su hermana menor: la alquimia verde o alquimia de plantas medicinales. Juan XXII la proclama en 1317 en Aviñón, bajo estos argumentos: “…prometen lo que no pueden dar (…). Deben dar a los pobres tanto oro verdadero como el que han fabricado falso. Los que han acuñado esta clase de monedas verán sus bienes confiscados y serán castigados a cadena perpetua. En cuanto a los religiosos que se encuentren en semejante caso, perderán sus privilegios…”. He ahí una confirmación más de lo que hemos apuntado antes: que no pocos religiosos se entregaron de lleno a la práctica de la alquimia en los propios monasterios. Es más, hasta al propio Papa Juan XXII se le atribuyó la autoría de un Arte transmutatoria o Arte de la transmutación, y corrió la leyenda tras su muerte de que fue hallado oro a raudales en los sótanos secretos de su palacio.

Llegados a este punto, comprenderá el lector que ya no es necesario desmenuzar las claves de los otros libros del saber de la astronomía: el de la Alcora (es decir, de la esfera celeste); el Libro de las armellas, y el de las Tablas alfonsíes…Ni tampoco comentar el muy interesante Libro de las cruzes en el que los sabios opinan sobre cuál podía ser el signo zodiacal que regía a España, ni el curiosísimo Libro del Alquerque donde se ofrece al lector un juego en el que intervienen los signos y los planetas…Así como tampoco es menester defender la autoría del gran Alfonso X el Sabio de ese Libro del Tesoro que comentamos al inicio y que ofrece R. Luanco en su ensayo  La alquimia en España y que comenta García Font en su tratado del mismo título. Uno de los cimientos de nuestra tesis ya está demostrado: Alfonso X el Sabio participó de modo activo en la propagación de los saberes esotéricos de la Península, procedente de los sabios de las tres religiones monoteístas que convivían en su mismo suelo. Y a través de las pistas que hemos analizado, podemos formular con rigor una hipótesis de la que no existen testimonios escritos, mas sí evidencias: la existencia de una Orden secreta que transmitió esos saberes a los sabios y místicos más importantes de su tiempo, como testimonian sus obras a poco que retiremos el velo que ya fue parcialmente descubierto por los magníficos estudios de Asín Palacios y López Baralt. El primero, al demostrar la influencia de Ibn Abbad de Ronda y su escuela sufí sadilí en San Juan de la Cruz, así como la influencia del sufí Ibn Ata Allah de Alejandría sobre Santa Teresa de Jesús. Y la segunda, al demostrar tras muy sesudos estudios comparativos la conexión islámica sufí con los dos grandes místicos del Siglo de Oro. Pero creemos que aún es posible aportar, con la ayuda de Dios, algunas gotas más sobre ellos…y sobre otros místicos de su tiempo.

Ignoramos si el rey logró al fin hallar la piedra filosofal cuyo procedimiento ahí describe. Lo que resulta a todas luces evidente es que transformó profundamente el plomo oscuro de su tiempo en un oro de saber que reluce tras la lontananza de los siglos.

 

Ángel Alcalá Malavé

Periodista y Homeópata