La Reconstrucción

LA DECONSTRUCCIÓN DEL INDIVIDUO OCCIDENTAL. Alberto G. Ibáñez

¿Qué nos hace humanos?: mente, carácter e identidad

En medio del mayor progreso científico-tecnológico (y material) de la Historia el ser humano anda paradójicamente tan perdido o más que antes. Este proceso se da en todo el mundo si bien, de forma contra-intuitiva, alcanza sus mayores cotas de intensidad en Occidente, donde bajo una apariencia de sofisticación se esconde la realidad de consultas de psicólogos y psiquiatras llenas, de jóvenes que se inician en el alcohol y otras sustancias cada vez más temprano o de personas adictas a los ansiolíticos, antidepresivos o pastillas para dormir.

¿Qué nos está pasando? Que seguimos sin saber por qué somos como somos. Como decía Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional) “existe mucha gente que se cree una cosa y es otra”. La neurología ha mejorado el conocimiento del funcionamiento físico de nuestro cerebro, la bioquímica el de la influencia de las hormonas (e.g. testosterona y cortisol), pero seguimos sin conocer cómo se forman nuestros pensamientos y nuestro carácter (el gran tirano invisible). De poco o nada vale liberar obstáculos externos si seguimos siendo esclavos inconscientes de nuestro temperamento (incluida la “mala leche”) o de nuestros recuerdos.

Ni siquiera tenemos claro si somos seres racionales, emocionales o simplemente culturales. Bertrand Russell decía que buscaba con denuedo a ese ser racional del que se hablaba sin conseguir encontrarlo. Si la mente crea la realidad bastaría sentarse en un sillón y dedicarnos a cambiar nuestros pensamientos. A este respecto existen dos posturas posibles: o bien el problema está en nuestra ignorancia que nos imposibilita ver y disfrutar de una la vida que en realidad sería buena e incluso maravillosa; o por el contrario nuestra ignorancia resulta un imprescindible instrumento protector frente a una verdad que de conocerla en su totalidad no la soportaríamos.

Este dilema “dentro-fuera” se plasma igualmente en la obra de K. Marx (Contribución a la crítica de la economía política) para quien «no es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina la conciencia». Más allá de posturas radicales, cabe afirmar que se trata de un doble camino mutuamente interrelacionado: un individuo nace en un contexto que le precede y por tanto conforma su base de desarrollo aunque no lo condiciona del todo pues siempre existen una puerta o ventana por la que escapar, al menos en parte. Eso sería lo que un tanto pomposamente llamamos “libertad”.

El ser humano se compone de cuerpo + pensamiento + emociones, sobre una dimensión inconsciente; y la realidad social se compone de economía + política + relaciones personales/sociales, sobre una dimensión cultural. Esa cuarta dimensión en ambos casos lo altera todo pues, sin que nos demos cuenta, acaba determinando cómo pensamos, cómo sentimos, cómo nos comportamos, cómo votamos y hasta qué hacemos con nuestro cuerpo. Es la dictadura silenciosa e invisible que se aprovecha igualmente de que nuestra ideología suela ser trasunto de nuestra biografía: de las cosas, sucesos y personas que nos han impactado, al menos tal como las recordamos, aunque esos recuerdos puedan ser parcial o totalmente falsos.

En este contexto, puede resultar sorprendente que gran parte de lo que ocurre en nuestras sociedades e incluso en la política mundial, se deba a la «demanda de reconocimiento de identidad» (Cfr. F. Fukuyama, Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento). El ser humano busca desesperadamente “su identidad” adornándose de multitud de máscaras y etiquetas, ignorando que la identidad real/profunda no viene de ninguna de esas máscaras o etiquetas con las que se presenta ante la sociedad sino de sus pensamientos, sentimientos y carácter profundos y de cómo y por qué ha llegado a poseer (o a ser poseído por) esos y no otros. Tal vez del «hombre sin atributos» de R. Musil deberíamos pasar al «ciudadano sin etiquetas», al menos con las menos posibles y tratando de que sean propias y no impuestas por un «dejarse llevar» por la moda imperante o por la necesidad de buscar reconocimiento y autoestima a través de alguno de los grupos que se presentan como atractivos y dominantes, aunque sean un club de futbol o una secta.

Y es que nada de lo que atañe a lo humano es sencillo por lo que la brocha gorda aquí funciona como esa capa de pintura que se da para tapar los huecos o grietas de una pared: no resuelve la esencia del problema, aunque por un tiempo ofrezca una apariencia vistosa e incluso placentera.

 El síndrome de la mente ofuscada y el pensamiento circular

Vivimos la edad de la ansiedad, la división y el aturdimiento. La depresión, los tranquilizantes y el estrés se han convertido en señas de identidad de la civilización occidental (Cfr. S. Stossel y A. Tone). En 1980 la ansiedad no existía todavía como categoría clínica y hasta 1950 solo se habían publicado treinta y siete estudios, a pesar de las dos guerras mundiales. Hoy existen decenas de miles de análisis. La ansiedad es junto al sexo el aspecto de nuestra personalidad que más millones mueve, solo que en lugar de jugar con el placer lo hace con el sufrimiento.

El ciudadano occidental medio es consumidor de ansiolíticos, antidepresivos, psicóticos, drogas varias, alcohol, tabaco, café a raudales e incapaz de conciliar el sueño en un número creciente de casos sin pastillas que le ayuden (hasta el 50 % de las personas han sufrido en España periodos de insomnio). En EE. UU el 20 % de las personas toman un medicamento psiquiátrico a diario y una cuarta parte de la población tiene un diagnóstico de enfermedad mental. Padres que beben un litro de alcohol al día para sobrellevar la tremenda carga que supone la conciencia de uno mismo (Cfr. J.B. Peterson, 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos). El 5,1 % de las muertes y lesiones graves del mundo se debe al alcohol, y este porcentaje sube al 25 % en la franja de edad de entre los 25 y 39 años. El sobrepeso afecta ya al 50 % de la población y la obesidad al 25 %. Según datos del Instituto Nacional de Salud Mental de los EE. UU unos cuarenta millones de estadounidenses sufren un trastorno de ansiedad clínica, siendo más los que requieren terapia psicológica que tratamiento sobre el dolor de espalda y la migraña.

El miedo ya no sirve para reaccionar a un peligro real con la fórmula «lucha o huye», sino que se enquista como actitud vital frente a una vida que nos desborda. La quiebra de nuestro modelo intelectual y social ha traído consigo la multiplicación de los conflictos y la incertidumbre, donde nos resignamos a tener que medicarse o tratarse para poder mantener el ritmo. En especial la depresión se ha convertido en la enfermedad de la posmodernidad, incluidos la de quienes lo tienen todo y a quienes nada basta. Un precio extrañamente inevitable del progreso, que afecta ya a más de 350 millones de personas y que acaba en un número creciente de casos, sobre todo en Occidente, en intentos de suicidio. Un efecto del bucle de una mente ofuscada y el pensamiento circular.

Qué hacer para reconstruir al individuo

Lo primero es huir tanto de posiciones ingenuas como prepotentes, adoptando el camino del medio, bajando al barro de la realidad y reconociendo que la vida es lucha. Lo segundo prepararse para esta lucha que afecta tanto a nuestro mundo interior como exterior. El problema de la de-presión no viene tanto de la presión (que también) sino de nuestra falta de preparación para enfrentarnos a ella porque en el proceso educativo y de adquisición de madurez (donde se han perdido los ritos de paso de la pubertad a la edad adulta) se nos hurtan u ocultan los obstáculos y las dificultades. Se presenta la existencia como algo fácil y cómodo, donde todo debe venir dado lo más masticado posible. Se intenta “facilitar la vida” escondiendo lo que pueda estropear ese escaparate de luces de colores (muerte incluida). Se instalan falsas creencias como la de que divertirnos es un derecho más que podemos reclamar incluso al Estado y que prevalece sobre el resto, incluido el derecho al descanso de nuestros vecinos. En este proceso de huida de la responsabilidad individual todo es culpa de otro/otros. La gran estafa de nuestro tiempo.

La solución pasa por retomar el control de nuestras vidas que hemos delegado a redes que atrapan o a vendedores de humo y máscaras. Sólo yendo a lo profundo (la causa de la causa) podremos averiguar la raíz real de nuestros problemas. Pero incluso aquí debemos asumir que todo tiene su límite. No dejemos que nos manipulen, pero tampoco caigamos en lo que ya advertía Nietzsche: la trampa de la vanidad del que pretende saber más de lo que puede soportar. Humildad, hermanos, humildad.

 

Alberto G. Ibáñez

Escritor y ensayista

Autor del libro: “La Guerra cultural. Los enemigos internos de España y Occidente”