La Reconstrucción

La POESÍA HERMÉTICA de IBN GABIROL. Ángel Alcalá Malavé

Sin duda alguna, el hebreo andalusí más conocido tras Maimónides fue el sabio filósofo y poeta Salomon Ibn Gabirol, nacido en Málaga hacia el 1.020 y muerto en fecha indeterminada alrededor de 1058 en Valencia. Toda su obra es de sobra conocida, y la sola mención de sus títulos ya anuncia al lector avisado que este hombre transpira hermetismo por todos sus poros, como tantos neoplatónicos que en el mundo han sido: La Fuente de la Vida, Libro de la corrección de los caracteres, Selección de perlas y el largo poema Keter-Malkut es la parte de su obra que ha llegado hasta nosotros. Determinar qué porción de su pensamiento pertenece  exclusivamente el neoplatonismo y cuál a la filosofía hermética es labor harto difícil, pues desde un principio ambas aparecen yuxtapuestas y unidas como si de un ouróboros se tratara. Y si esto es así en Plotino, Jámblico, Proclo, Sinesio de Cirene, etcétera, tanto más lo será en aquellos sabios andalusíes que bebieron de la filosofía islámica, pues toda ella aparece trufada por dos fuentes de manantial inagotable, según especifica Cruz Hernández en su Historia del pensamiento en el mundo islámico: el Corpus Hermeticum y el Corpus Yabiricum, que representa acaso el hermetismo aderezado con las joyas propias de la revelación islámica.

De modo que si Ibn Masarra, el primer pensador andalusí, ya presenta una obra imbuida en ambos corpus, no será extraño que cualquiera que haya bebido a su vez de él también presente tiznadas sus aguas del rico manantial de Hermes, como es el caso de Ibn Gabirol, quien por su condición de judío mostrará también en su obra matices propios del ocultismo cabalístico. Ya de entrada, el propio título de este largo poema de 40 cantos recoge la antorcha de la Cábala: Kéter Malkut, que podría traducirse como La Corona – el Reino, dos séfirots del Arbol de la Vida cabalístico, más que como La Corona Real, que es la traducción más mencionada de esta obra que, como toda producción surgida de un mismo labrador, posee la huella de sus otras cosechas: la más conocida de ellas será el Fons Vitae, ese largo diálogo entre maestro y discípulo que constituye la columna vertebral de Ibn Gabirol.

Nos hallamos ante un poemario complejo, pues abarca campos hoy tan aparentemente opuestos como la mística y la astronomía, pero que en aquellos siglos fueron inextricablemente unidos, toda vez que entender ésta suponía comprender la secreta escala por la que el alma ascendía hasta arribar al Trono de Dios, y de dicha descripción dará buena cuenta Ibn Gabirol. Así pues, al modo de los distintos planos que sustentan un diamante pulimentado, este poemario injerta diversas disciplinas  que se interpenetran entre sí, como efectivamente acontecía entonces con el frondoso árbol de la sabiduría y entre quienes aspiraban, como esos espejos griegos que reformulaban, a convertirse en uno de ellos. Por eso se interpenetran la filosofía, la astrología, la astronomía, la cábala, la mística en la poesía hermética de este sabio andalusí que nunca renegó de sus raíces malagueñas, hasta el punto de que le gustaba colocar esa nisba entre los pliegues de su nombre: ha malaqi.

Y tal vez no esté de más subrayar, en aras de una comprensión mayor del texto, que este hombre padeció una enfermedad de la piel –posiblemente forunculosis crónica- que ningún remedio pudo curar, ni siquiera esa todopoderosa alquimia vegetal que él, con toda seguridad, debió conocer como hijo de Hermes. Esa alquimia que recorre de punta a punta todos los rincones de al Ándalus a poco que sepamos levantar la piel de las apariencias para ver, tras sus velos, la realidad. No insistiremos en ello en estas páginas, pues el lector ya puede hallarla en sendos libros: La alquimia en al-Ándalus y La alquimia en la Alhambra. Pero sí vamos a incidir en un aspecto de ella: la medicina del alma, heredera de la tradición hipocrática, insistía en ver la enfermedad como una consecuencia de los vicios del alma. Y si esto es así, cabe preguntarse qué oscuras simas se abrirían dentro del alma de Ibn Gabirol para –ahora sí cabe emplear este vocablo- somatizar una enfermedad de la piel que le llevaba a crear pústulas sanguinolentas que afeaban su presencia. Su fealdad congénita sabemos que le conllevó todo tipo de burlas, pero por encima de ello, lo pertinente tras la lectura del poemario es cuestionarse hasta qué punto ello pudo suponer un azote moral y un fustigamiento inagotable para nuestro sabio, que como todo neoplatónico confió en conocerse a sí mismo, conocer a Dios a través de Sus Nombres como reflejo de sus atributos, y aplicarse todos ellos a sí mismo para lograr la ansiada perfección que le permitiera trascender sus causas y volar por las esferas para unir su alma a la del Creador. Como podrá comprobar el lector avisado, este aspecto de su vida sin duda debió pesarle como el más pesado de los fardos, y puede explicar el pesimismo vital que se desprende de la última parte del poemario, concretamente desde los cantos 33 al 39.

He aquí una primera división del libro en tres partes: la primera abarca los nueve primeros cantos o poemas, que testimonian una absoluta admiración por los atributos del Creador. La segunda parte, sin abandonar nunca el tono laudatorio y admirativo hacia Él y Su creación, abarca desde el poema 10 hasta el 32, y en ella describe las esferas planetarias y su influencia sobre la Tierra y sus habitantes, constituyendo de por sí la parte más hermética de la obra. Pues por hermetismo no entendemos sólo la alquimia, sino esa parte de la filosofía hermética expuesta en su Corpus y que responde a la máxima de que Como es Arriba, es Abajo. Y, finalmente, la tercera parte de este largo poema abarca los cantos ya mencionados, del 33 al 39, donde se realiza una exposición de las sombras y defectos que al autor le aquejan como hombre, reflejo del Hombre en general, que le lleva a entonar una súplica de compasión y misericordia al Hacedor. El poema 40 viene a ser de nuevo un canto de alabanza para el Salvador Eterno.

De Sus Nombres a las esferas

El primer canto o poema arranca con una declaración de intenciones: “Maravillosas son tus obras, y yo bien las conozco”. A partir de ahí comienza a nombrar los atributos del Eterno, como Su Grandeza, Poder, Belleza, Majestad, Riqueza y Esplendor, “las criaturas de Arriba y de Abajo lo atestiguan,/ pues ellas perecerán y Tú permanecerás”, afirma, haciendo hincapié en ese diálogo entre Arriba y Abajo, entre el Cielo y la Tierra sobre el que profundizará más a partir del canto IX. Antes, menciona la existencia del “Nombre misterioso, ignorado (incluso)/ por el sabio”. En la Tradición hebraica será el Shem Shemaforash, ese Nombre que el Creador reveló a Salomón y que éste encriptó debajo de su famosa Mesa o Espejo para que con su sola mención se hiciera presente Él.

En el poema II afirma sobre todo la Unidad del Creador, y afirma “Tú eres Uno sin definición y sin epítetos./ Tú eres Uno. Mas al intentar establecer en Ti/ un límite o una determinación,/ el entendimiento se desanima./ Así que diré: me observaré/ a fin de no cometer un error de lenguaje”. Es decir, después de insistir en la Unidad del Creador, vuelca el autor su mirada dentro de sí mismo, y después de nuevo insiste en la Unidad, pues es un diálogo entre el Macro y el Microcosmos.

En el poema III alude a Su existencia por Su Aseidad, más allá del tiempo y el espacio. En el IV lo llama “vivo”, y lo define como “alma del alma” siguiendo la más pura tradición neoplatónica. En el poema V destaca Su sublimidad, y en el VI Su fuerza. En el VII es la luz y el Altísimo, mas “la mirada de la inteligencia/ te persigue y se extraña:/ una parte solamente es perceptible,/ pero el todo no se ve.” En el poema VIII lo califica como Dios de dioses, “y todas las criaturas/ son tus pruebas,/ y, para la gloria de este Nombre,/ todas las criaturas deben rendirte culto”. Y el poeta se incluye entre Sus siervos clarividentes que “siguen un camino recto,/ y no se apartan ni a derecha ni a izquierda/ de la ruta,/ hasta que han llegado al atrio de la morada real”. Es decir, a las puertas del Trono de Dios, la última de las esferas. Ése es el peregrinaje que propone el autor en este poemario repleto de claves neoplatónicas, pues ya al final del canto VIII insiste que en Dios no hay división entre Su Deidad y Su Unidad, Su Eternidad y Su Existencia, pues todo responde a un solo misterio, “y aunque se haya cambiado de nombre para/ cada atributo,/ todo vuelve a un mismo Lugar”.

Finalmente, en el canto IX incide en Dios como sabio, “y tu Ciencia es Fuente de Vida,/ y de ti mana./ En comparación con tu Ciencia, / cualquier hombre no es más que ignorante”, y lo primero que emana de Su Ciencia es la Voluntad, merced a la cual “ordenó a la nada y se distendió,/ y al ser y se erigió,/ y el mundo se extendió”. Tras ello, el poeta especifica que midió a los cielos con palmo, “y con su mano la morada de las esferas,/ uniéndolas (unas con otras)”. Es decir, a su entender, primero crea Dios a la Tierra siguiendo un orden y una medida que aplicará después a los cielos. “Reúne ambas extremidades”, concluirá en el verso final. ¿De qué extremidades se trata? De las que unen el Mundo de Arriba con el de Abajo, del Espejo y su reflejo. Y por eso a continuación comienza a describir, ya a partir del canto X, el orden de las esferas.

Divide a l globo de la Tierra en dos partes, una de tierra propiamente y otra de agua, luego hace circular “por encima del aire la esfera del fuego.” Mas estos cuatro elementos “tienen solo un fundamento,/ y es uno su origen/ de donde salen y se renuevan,/ y se dividen después a fin de formar/ cuatro principios elementales”. Y aquí parece referirse a Empédocles y su teoría de las cuatro raíces. ¿O acaso había leído al Pseudo-Empédocles árabe a través de las obras de Ibn Masarra?

Sea como fuere, el autor emprende la descripción del Macrocosmos, comenzando por la primera esfera que halla el hombre una vez atravesado el círculo de fuego: la esfera de la luna, de la que afirma que “del resplandor del sol absorbe ella,/ y entonces brilla”. Y, punto importante desde el punto de vista del hermetismo, asigna 29 días a la órbita de la luna, no 28, como le asignaba la astrología y alquimia árabe, a la que correspondía una letra del alifato por cada una de sus fases, pues con esas 28 letras arquetípicas se nombra todo lo creado por Dios. Pero Ibn Gabirol rechaza de plano toda esta cosmovisión, que a buen seguro tuvo que conocer en tanto que cabalista y amante del ocultismo, y deja testimonio de ello en su poemario hermético quizá para remarcar que la totalidad del Universo no anida en esos 28 grafismos a su parecer, sino en las verdades de la Cábala o, acaso, en las de la alquimia, pues los 40 cantos que componen el poemario hacen referencia al número 40 como número de la totalidad, que en alquimia se corresponde con la esfera del Sol. Por lo demás, asegura de la luna que “anima cada mes el universo/ y los acontecimientos/ bueno o malos, según la voluntad de su Creador,/ a fin de manifestar al mundo su poder.” Pero el autor no cae en cosmolatrías, pues en el siguiente poema asevera contundente que por encima del sol y de la luna “hay un gobernante para descenderlos y elevarlos”, pues a pesar de que regresan a la luz tras su periodo de oscurecimiento, “hay un Dueño supremo que oscurece sus luces”. ¿Tuvo en mente las oraciones a los astros propias de los sabeos de Harran que Maslama al Majriti y otros pusieron en boga en al-Ándalus, y con este aviso quiso manifestar la soberanía de Dios sobre todos ellos, astros y hombres que buscan sus favores mediante ritos y oraciones? Todo apunta a que sí.

Prosigue el poeta enumerando las bondades del Creador describiendo los signos propios de la siguiente esfera en escala ascendente después de la luna: Mercurio, que “suscita en el mundo luchas y rencillas,/ enemistades y calumnias./ Procura la facultad de hacer fortuna,/ y de acumular riquezas;/de acrecentar la opulencia y el dinero/ según la voluntad de su Creador,/ sirviéndole como un vasallo en presencia del amo”. También destaca de él que es el planeta “de la inteligencia y del talento”.

De la siguiente esfera, la de Venus, afirma en preciosa metáfora que es “como una novia (el día de sus bodas) aderezada”, y que su cuerpo esférico es 37 veces más pequeño que la Tierra “según los conocedores y la gente instruida en su misterio”. El autor no se cita como autoridad en esta materia, hecho importante si tenemos en cuenta que había emprendido el vuelo de peregrinaje hacia el Trono de Dios. Y con este verso, o bien se desmarca para dar a entender que su experiencia sólo ha llegado a la esfera anterior, o bien se disfraza de una prudente tercera persona para garantizarse también la opinión de otros conocedores. Tras señalar a la esfera de Venus como responsable de la renovación en el mundo del “descanso, la paz, el gozo, la alegría/ la música, el canto, las alabanzas, las bodas;/ hace madurar el fruto de las cosechas/ y el resto de la vegetación/, las cosas buenas maduradas al sol/ y las cosas buenas influenciadas por las lunas”.

En el canto XV versifica sobre la esfera del Sol, cuyo volumen es “ciento setenta veces mayor /que el de la tierra,/ según pruebas convincentes y (según) reflexión”. Aquí nos da un indicio más de lo apuntado arriba: señala pruebas convincentes que han superado el filtro de la razón. Pero se sigue escondiendo en la prudencia de la tercera persona del singular, algo propio de la época, sí, pero aquí ya no sólo habla de una experiencia propia, sino de la reflexión que la ha conducido a aprobar el volumen del sol respecto al de la tierra. Y este hecho interesa por cuanto implica, es decir, porque no habla de las esferas en teoría, sino en práctica…lo cual equivale a decir que iba transmutando sus virtudes en defectos mientras esperaba la curación de su enfermedad, señal inequívoca e irrefutable de su autenticidad en el camino místico. Todo ello cobrará enorme importancia en la parte final del poemario, cuando suplique misericordia al Creador. Del sol destaca que “produce en el mundo cosas asombrosas,/ ya sea para paz, ya para guerra./ Socava los reinos, pone a otros en su lugar/ y los exalta…” Los dos siguientes cantos, el XVI y el XVII, también son dedicados al astro rey.

Por encima de la esfera del Sol, según la astronomía ptolemaica al uso, sitúa a la esfera de Marte, “que es como un terrible guerrero/; el escudo de sus guerreros teñido está de rojo”. Porque como es Arriba, es Abajo, y en esta lógica hermética continúa moviéndose el autor, que a modo de manual astrológico afirma del planeta rojo que “Suscita las guerras y los estragos,/ el exterminio, las estocadas y los combates/. Suscita la llama que todo lo transforma en sequía/ para la desgracias/, acarrea el hambre y el incendio,/ los truenos y el granizo, las heridas y las matanzas.”

De Júpiter, que reside en la sexta esfera, asegura que es planeta “favorable y amable/. Suscita la veneración de Dios,/ la lealtad, el arrepentimiento, y toda virtud moral/. Multiplica los frutos y los productos de la Tierra/. Aplaca las guerras, los odios y los litigios./ Su ley es separar con justicia los daños,/ y juzgar al mundo con equidad”.

Saturno, por el contrario, que era denominado el gran maléfico en los manuales de astrología medieval, “suscita las guerras y el saqueo,/ la cautividad y el hambre./¡Es su ley! Socava las tierras,/ devasta los reinos,/ según la orden de Aquel que le encargó cumplir este oficio/. ¡Terrible oficio!”, concluye en el canto XX.

Al llegar a la octava esfera, la “que sustenta los doce signos celestes (…) y todas las estrellas fijas superiores en fusión”, realiza toda una declaración de intenciones en clave hermética. Dice así: “Es la perfección en su magnitud./ Ahora bien, de la influencia de esos signos celestes/ emana la facultad de todas las criaturas aquí abajo, / según la voluntad de su Creador,/ quien las situó en función de las criaturas; / y cada uno de estos signos, siguiendo su determinación,/ ha sido creado y denominado,/ según su oficio y según su encargo.” Al cinturón zodiacal le concede también  todo el poema XXII.

El siguiente canto lo consagra a la novena esfera, que circunda a todas las demás “y a todas sus Criaturas/ y las encierra en sí misma”. Y por encima de esta esfera se sitúa la esfera de la inteligencia, a la que califica como “palacio de tu presencia”, refiriéndose al Creador, obviamente. “Nadie es capaz de tener de ella una idea”, asevera, lo cual indica que no conoció a nadie que hubiera llegado a ella, o si lo hizo, se abstuvo de revelarlo. Es “el lugar oculto donde tu gloria tiene su trono,” y de ella nos proporciona dos metáforas que implican una conjunción entre el sol y la luna al referirse a esta esfera, pues siguiendo con la idea del trono, afirma que “con la plata de la verdad lo fundiste,/ con el oro de la inteligencia hiciste su asiento,/ y con las columnas de la justicia marcaste su ámbito”. Mas a ese lugar, en su opinión, nadie ha llegado, y cabe preguntarse qué opinaría de Ibn Masarra cuando afirmó en su Kitab al garib al muntaqá que había plantado su jaima frente al mismísimo Trono divino.

Alabanzas y peticiones

Tras dos poemas de alabanzas, en el canto XXVII deja claro que “por debajo  del trono de tu gloria” ha dispuesto un lugar para las almas santas y, también, para las puras, que hallan allí su vigor si están cansados y fatigados. “Es allí donde hay delicias sin fin ni medida./ Es el mundo venidero./  Donde están los éxtasis y las visiones/ para las almas que están en contemplación (…) Es allí donde se derrama la leche y la miel,/ y he aquí su fruto”. He aquí una posible explicación del enigma que sobrevuela el poema: para Ibn Gabirol, nadie puede arribar a la más sagrada de las esferas, pero sí por debajo de ella.

En el Cielo hay habitaciones secretas y lugares ocultos, prosigue en el siguiente canto, tanto para la paz para aquellos que se arrepintieron de su pecado, como para aquellos “que han transgredido el pacto de la alianza”, a quienes le esperan “abismos profundos en donde el fuego jamás se apaga,/ en donde aquel que el Eterno condena caerá”.

Fiel al emanacionismo neoplatónico, incide en el canto XXIX en que el alma fue tallada en las llamas del fuego de la inteligencia, y que “del fuego del alma ha sido creado el cuerpo”, y a esa alma le puso la facultad de saber (canto XXX), pues “el deseo de saber nunca muere”. Y si el alma es pura, obtendrá “merced”, pero si presenta mancha e impureza no entrará al santuario “hasta que se cumpla el tiempo de su purificación”. Y hay que agradecerle a Dios todas Sus mercedes, afirma en el siguiente canto, pues puso sobre el alma un espíritu de ciencia para distinguir al hombre de la bestia y elevarlo al grado supremo. Pero “¿quién podrá conocer el secretos de tus obras?”, se pregunta en el canto XXXII. Los sentidos del cuerpo cantan a Dios, va deduciendo para concluir que los principios de las obras divinas son “Vida para aquellos que los descubren!/ Por ellos prevalecerán, todos aquellos/ que los escuchan a fin de conocerte/, aunque no hayan visto tu faz espléndida”. Pues no hace falta llegar hasta allí para reflexionar rectamente y cantar alabanzas al Creador.

Y a partir del canto XXXIII el autor da un giro para volcar sobre sí mismo todos los defectos que halla al conocerse, y no duda en calificarse como “gusano, polvo, recipiente de ignominia, (…) alma perversa”, que viene de la nada y a ella retornará. Pero se presenta ante Él, conforme a la Ley “y un corazón contaminado, extraviado y destrozado/ y un cuerpo herido, repleto de vicio/ que sin cesar se multiplica”. He aquí uno de los puntos cruciales de todo el poemario, pues el autor, consciente de que en la medicina del alma ésta refleja los vicios no purificados en la emanación siguiente a ella, el cuerpo, y consciente de que su cuerpo aparece transido de mancha por la enfermedad de la piel que padece, se atormenta al enumerar sus pecados, como hace ya en el canto siguiente, donde se reconoce culpable de hablar iniquidades, actuar con perversidad, ser injusto, orgulloso, violento, engañar, propalar mentiras, mentir, burlarse, despreciar, sublevarse, blasfemar, ser adúltero, jurar en vano y falsamente, etcétera…

No por ello deja de mostrarse agradecido al Creador por recibir continuamente Su misericordia (canto XXXV) incluso “cuando yo no me guardaba de todo daño/ eres Tú quien me ha preservado, y además añade algo admirable a su entender: poner en él una confianza absoluta “por estar cierto de que Tu eres el Dios de verdad,/ y que tus profetas son verdaderos”. Tal vez por ello no le ha infligido “la suerte de los que se rebelan/ y se levantan contra Ti/, o de ese pueblo insensato que ultraja tu nombre/, que de tu Ley se burla”…

Pese a ello, se considera indigno de las mercedes divinas (poema XXXVI) y apela a Su compasión. Y redunda en ello aún más en el siguiente canto, en el que le pide a Dios que lo juzgue según Su misericordia, para a continuación hablar del hombre impersonal –en tercera persona del singular- y describirlo con todas sus dobleces y maldades, ese hombre que “viene al mundo y no sabe por qué/, se alegra y no sabe de qué/, vive sin saber cuánto tiempo”. Y no se refiere a sí mismo, pues afirma en los últimos párrafos de este largo poema “El hombre al que todo esto ocurre,/ ¿cuándo encontrará el término del arrepentimiento, a fin de lavar el fango de sus rebeldías?” Y no se refiere a sí mismo puesto que él se ha mostrado arrepentido en los cantos anteriores y en el inmediatamente posterior. Pese a lo cual, insiste en pedirle clemencia a Dios si él ha obrado mal.

En el largo canto XXXVIII prosigue con la misma dinámica, y dice en uno de sus primeros versos: “Y si no espero en tu misericordia,/ quién se apiadará de mí, fuera de Ti?”, y le vuelve a suplicar piedad…”Recuerda, por favor, de qué barro me formaste/ y con qué calamidades me has probado”, y le pìde al Creador poner en un platillo de la balanza sus iniquidades y en el otro sus tribulaciones, para que al acordarse de su maldad y rebeldía, no olvide tampoco sus aflicciones e infortunio. Y se considera un exiliado sobre la tierra, pues “en el crisol de la cautividad me has probado,/ de la multitud de mis crímenes/ me has purificado sin quemarme”. Aquí parangona su alma con la fase alquímica de la calcinación, merced a la cual la materia prima se calcina para alcanzar su máxima pureza… “para mi felicidad venidera,/ me hiciste soportar estas abrumadoras pruebas”, asevera el autor, y por este verso nos hacemos conscientes del dolor que tuvo que atravesar Ibn  Gabirol a lo largo de su vida, y de cómo hizo conciencia de que tenía que atravesar esa fase de purificación necesaria, sin rebelarse contra el Creador. Por eso le pide que eche “una mirada benévola sobre el resto de mis días que se precipitan/ y no los acongojes: se escapan y huyen”.

En el penúltimo canto le pide a Dios ser un puro instrumento en Sus manos: “abre mi corazón a tu Ley,/ y establece en mis pensamientos tu temor (…) sé con mi boca cuando expreso mi pensamiento/ y vigila mi conducta a fin de que no peque más con mi lengua”…Y le suplica hacerlo digno de su santuario “derruido y desierto,/ a fin de que me complazca en sus piedras,/ en sus escombros, / en los guijarros de su destrucción/, y reedifica sus ruinas”. Se compara, pues, con un templo destruido para suplicar al Creador su reedificación: “Acuérdate de mí, en memoria y en favor de tu pueblo/ y de la reconstrucción de tu Templo,/ a fin de que contemple la dicha de tus elegidos”, ha dicho en el párrafo inmediatamente anterior. Luego cabe inferir que Ibn Gabirol, a pesar de todas las iniquidades que ha nombrado sobre su ser, seguía confiando infinitamente en la misericordia de Dios para que lo incluyera entre Sus elegidos. Pero sin un ápice de soberbia, como manifiesta el canto siguiente, el que cierra el poemario, donde no se reconoce con mérito alguno, ni siquiera arrepentimiento. Y pese a ello, le pide: “Hazme digno de la luz en la luz de tu Nombre/. Devuélveme a la vida, y desde las profundidades de la tierra hazme subir”. Es decir, le pide que lo rescate del fuego del tártaro del interior de la tierra, del infierno, para hacerlo subir por las esferas para ser digno de la luz de Su conocimiento. Pues por encima de todo, eso es lo que anhela el alma de Ibn Gabirol, como todo hijo de la Sabiduría, como todo hijo de Hermes.

Ángel Alcalá Malavé

Periodista y Homeópata