La Reconstrucción

LABRADORES CELESTES, LABRADORES TERRESTRES. Ángel Alcalá Malavé

LABRADORES CELESTES, LABRADORES TERRESTRES:

AGRONOMÍA Y ALQUIMIA EN LOS GEÓPONOS ANDALUSÍES

La aplicación de las leyes herméticas a la agricultura en Ibn Bassal

Los alquimistas también fueron denominados labradores celestes, pues antes que nada, dedicáronse a cultivar la tierra del alma para sembrar en ella los atributos de Todos Sus Nombres, conscientes de que un día, con el paso del Tiempo y sus ciclos de estaciones, florecerían todas sus ramas. Así hicieron los sabios andalusíes (hukama), a la par que cultivaban –cada uno en función de sus talentos- cuantas ramas del árbol de la Sabiduría fueran capaces de abarcar y dominar, al igual que en su día hicieran esos espejos griegos en los que tanto se miraron, estudiaron, reformularon, y en algunos casos como en la agronomía, incluso superaron en conocimientos tras un profundo y detenido estudio de las leyes de la Naturaleza.

Pues de modo sorprendente, florecen en la España andalusí en pleno siglo XI toda una pléyade de geóponos que, siguiendo los criterios de la Tradición clásica, aplican al arte de la agricultura los mismos criterios que la escuela hipocrática de medicina había asumido desde sus orígenes –y aun antes, pues todos los presocráticos conocieron la alquimia, como Pitágoras, Demócrito o Empédocles-: la curación por el criterio de los símiles y la categorización de todo lo creado según los cuatro elementos y las cuatro cualidades: frío, calor, sequedad y humedad. Y a día de hoy, y desde que Millás Vallicrosa diera a conocer el manuscrito del Tratado de Agricultura Ibn Bassal en 1948, la obra de los agrónomos andalusíes ha sido muy estudiada y publicada por los distintos investigadores de la materia, pero todavía falta un aspecto por desentrañar que acaso proporcione un nuevo ángulo: la visión hermética. Pues desde dicha visión fueron con toda seguridad escritos estos tratados sin que para ello se mencione en modo alguno ni la palabra alquimia ni ninguna exhortación mística, más allá de las habituales exclamaciones a Dios. Y de ese modo han llegado herméticamente hasta nosotros.

Del Árbol del Universo, jardines botánicos y agronomía

Porque la primera pista la ofrecen algunos autores en los títulos de sus respectivas obras. Desde un al-Tignari que desgrana su Flor del jardín y recreo de las mentes en 12 tratados de 360 capítulos en total –es decir, a imitación de los 12 signos del Zodíaco y los 360 grados de la circunferencia que simboliza la totalidad, porque como es Arriba es Abajo-, a un Ibn Luyún que, como casi todos ellos, bebe del tratado de Ibn Bassal y elabora en verso un libro que expresamente titula Libro del principio de la belleza y fin de la sabiduría que trata de los fundamentos del arte de la agricultura. ¿Desde cuándo se relaciona la agricultura con la sabiduría y la belleza? ¿Y por qué la califica como arte? ¿Acaso porque se refiere al Arte Real y Ciencia Sagrada, es decir, esa alquimia que nutre con la belleza de su sabiduría todos los cuidados consejos que los geóponos extrajeron de su observación detenida de las leyes de la Naturaleza en sus propios campos de cultivo? No en vano, tanto el rey de la taifa toledana Al-Mamún, como Al-Mutamid de Sevilla encargaron a Ibn Wafid y a su discípulo Ibn Bassal, respectivamente, la creación de sendos jardines botánicos que fueron conocidos como “huertos del sultán”. Y en el Islam, el culto al jardín se entiende como una imitación en la Tierra de ese paraíso que espera a todo creyente que rige su vida por las normas establecidas en el Sagrado Corán. En la sura 68, aleya 34 leemos: “Los que temen a su Señor tendrán, junto a su Señor, los jardines de la Delicia”. Porque a esa morada de los justos se le denominará yannat `adn, “el jardín del Edén”, o yannat an-na`im, “el jardín de las delicias”, donde “no oirán frivolidades ni reproches de pecado, sino una palabra: ¡paz, paz! Y los bienaventurados se alojarán allí entre los tallos de lotos, bajo árboles de maíz recubiertos de flores” (56, 25).

De modo que en ese diálogo permanente entre el Cielo y la Tierra, entre Arriba y Abajo, entre el Espejo del firmamento y su reflejo en la Tierra, los andalusíes comprendieron que si laboraban bien las mieles podrían abarcar todas las ramas del Saber…incluido el arte de la agricultura. Pues cuando los sabios comprendieron que el espejo del Universo se reflejaba en el cuerpo y el alma del hombre, profundizaron en la medicina a través de la alquimia vegetal, la posteriormente denominada espagiria por Paracelso. Cuando aplicaron ese mismo espejo a las matemáticas, profundizaron en el orden perfecto que vertebra el cosmos para aplicarla a la astronomía y, desde ahí, crear esa arquitectura sagrada que transpira en los principales monumentos de la España andalusí (v. Templo celeste, templo terrestre: la Alhambra, rosa de alquimia y crisol del oro filosófico). Cuando los gramáticos aplicaron esas mismas leyes de rectitud, equilibrio y armonía en el lenguaje, profundizaron en los misterios de la métrica, al compás de la poesía que cultivaron casi todos sus hombres insignes. Cuando aplicaron esas leyes a la filosofía, supieron responder a los enigmas universales de la condición humana -¿quién soy, de dónde vengo, a dónde voy?- con una lógica, coherencia y racionalidad impecables. E igual sucedió con la agronomía, pues la Naturaleza toda, siguiendo ese esquema neoplatónico tan propio de aquellos siglos, constituía uno de los últimos eslabones emanados del Creador a través de Su Intelecto y posteriormente el Alma del Mundo.

La tradición agronómica andalusí bebió de dos fuentes: la propiamente latina –ahí el hispano Lucio Columela y su De re rustica– y la árabe de Ibn Wahsiyya y su Agricultura Nabatea. Pero en lo referente a los jardines botánicos, la tradición andalusí entroncaría de modo natural con la que ya habían establecido los sasánidas persas en el Irán actual, que tras islamizarse, prorrumpirá en un estallido de vergeles del que tomaron buena nota los Omeyas sirios para sus jardines de la Rusafa, y Abderrahman I el Inmigrado trajo con él la semilla de sus recuerdos, y la plantó en la fértil tierra cordobesa. Toda la España andalusí se enriquecería posteriormente con la gran variedad de plantas y árboles traídos del Oriente, y Abderrahman III elevaría a la máxima expresión esos jardines paradisíacos en su ciudad talismán de Medina Zahra. Seguramente tendría noticias del esplendor propiciado por sus rivales abasíes en Bagdad, donde también existieron estanques cubiertos por una fina capa de mercurio, árboles y flores de todas las especies, y animales exóticos traídos de los cuatro puntos cardinales que pudieran aclimatarse al tórrido clima del desierto irakí. Aprendieron de los persas a distribuir los parterres de flores según la afinidad de los colores exhibidos en sus pétalos, para que todo el conjunto vibrara con la misma armonía que irradia el incomparable árbol del Universo, con su callada música de las esferas, y su soledad sonora. Y en efecto, aunque la comparación del Universo con un árbol fuera empleada por vez primera por Aristóteles –según lo dio a conocer San Alberto Magno-, es cosa sabida de qué modo proliferó entre los sufís, hasta el punto de que el gran Ibn Arabí dedicara un bellísimo y breve tratado a ello, con ese mismo título: el árbol del Universo. De todos ellos bebería Ramón Llull para escribir esa obra capital para el conocimiento profundo de la Naturaleza –y por lo tanto de la alquimia- como es su Árbol de la Ciencia, tan escasamente estudiado y aún menos comprendido. O el complejo y sabrosísimo Jardín de la definición del Amor Supremo de Ibn al Jatib, quien seguramente se basaría en el ya mencionado tratado de agricultura de su coetáneo Ibn Luyún (m. 1348) para elaborar las preciosas metáforas del cultivo del alma cuyo cometido final es ese pájaro que canta de amor en la copa de sus ramas (v. Alquimia en el árbol del amor de Ibn al Jatib).

Éste es el clima filosófico, religioso, político y social de aquellos siglos: todas las disciplinas del árbol del Saber interaccionaban entre sí, como la moderna física cuántica demuestra en esta desacralizada época que nos ha tocado vivir, donde la especialización de cada una de las disciplinas terminó por romper su relación con las otras, y la de todas ellas, con esa savia que nutre desde la raíz hasta el oro de su punta a todo el Árbol de la Sabiduría: la savia de la filosofía hermética. Una filosofía que apela continuamente a la transformación. Y en efecto, en cuatro geóponos andalusíes hallamos ese mismo concepto al aplicarlo al laboreo para la preparación de la tierra mediante su volteamiento (qalb o qalib según Ibn al-Awwam de Sevilla). Así Ibn Hayyay en su al Muqni fi l-filaha (“El suficiente sobre agricultura”), Abu-l- Jayr en su propio “Libro de agricultura, Ibn Bassal en su Libro de Agricultura (Kitab al-filaha), sobre el que se basaría no sólo Ibn Luyún para extractarlo, sino todos los geóponos posteriores a él, como el recopilador Ibn al-Awwam, quien elogiaría enormemente a este agrónomo a la par que también citaba hasta en 450 ocasiones a la Agricultura Nabatea de Ibn Wahsiyya. Otro hilo de oro que asoma por la superficie de la tierra que, al ser unido a otros que iremos desgranando, permitirá defender suficientemente la tesis que sustentamos.

De las fuentes a Ibn Bassal de Toledo

El Libro de Agricultura de Ibn al Awwam sería editado en 1802 por Banqueri, discípulo de Casiri, del mismo modo que unos siglos antes, el siempre astuto Cardenal Cisneros invitaría a Alonso de Herrera que escribiera otro tratado agronómico siguiendo las recomendaciones de los geóponos andalusíes, en concreto el de Ibn Wafid. ¿Qué sabiduría halló entre sus páginas para no lanzarlo a la hoguera, como hiciera con otros manuscritos que se perdieron así entre las llamas y la ceniza del olvido?

Ibn al-Awwam, por su parte, recoge citas de toda una serie de autores que también serían citados por la gran mayoría de nuestros geóponos: Varrón, Virgilio, Teofrasto y su maestro Aristóteles, Apolonio de Tiana y otros dos autores que merecen una aclaración: el discutido Yuniyus y Demócrito. El primero no puede ser otro que el gaditano Lucio Moderato Columela, quien a nuestro juicio, y sin querer profundizar en el debate abierto sobre su persona, reúne en sí al ya nombrado autor del De res rustica y al filósofo neoplatónico y neopitagórico Moderato de Gades, que escribiría su obra en griego y cuya huella se pierde entre los legajos que no pasaron por la mano caprichosa del Tiempo. Es decir, que fueron escritas por un solo autor que firmaría sus obras con dos nombres diferentes. Mas no es éste el lugar donde profundizar en la cuestión. Sí recalcar el hecho de que la agronomía andalusí bebería, como antes afirmábamos, de dos fuentes: la árabe propiamente y la latina. Pero esta cuestión ya ha sido suficientemente estudiada por los investigadores, y a sus excelentes trabajos remitimos al lector interesado. He aquí que, una vez más, y como no podía ser de otro modo, en la España andalusí se encuentran Oriente y Occidente bajo un mismo suelo, repitiendo así una constante de nuestra Historia.

Respecto a Demócrito, cabe preguntarse si se trata del sabio filósofo presocrático que, según el neoplatónico cristiano David de Alejandría, fue el primero en hablar del hombre como microcosmos y cuya obra está imbuida de filosofía hermética, por más que desde la atomizada mirada de nuestra época se le haya calificado incluso de…materialista. Nada más lejos de la realidad. El mismísimo Platón sería muy influido por él aunque no lo citara nunca en ninguno de sus diálogos. La otra posibilidad es que se trate de Bolos de Mendes, el Pseudo-Demócrito, autor de un tratado de agricultura considerado por Columela y otras autoridades en la materia como el padre de la agronomía. Un tratado dividido curiosamente en…28 libros, es decir, el mismo número de moradas lunares porque encierra en sí la representación de la totalidad, es decir, del Universo. Al sumarse ambos dígitos dan el 10, la Década pitagórica. Sólo que Columela cita al mencionado autor como Magón, pero no puede referirse sino al alquimista del siglo III a.C. Apenas han llegado fragmentos de la obra de Bolos, pero su libro de agricultura fue recogido tanto por Diógenes Laercio en su Historia de los filósofos ilustres (IX; 48) como por nuestro Lucio Columela en su De res rustica (XI, 3, 2). Claro que cabe una tercera posibilidad intermedia: que en manos de Bolos de Mendes cayera una obra geopónica escrita por el Demócrito presocrático, seguramente deslavazada y fragmentada, a la que él daría completo desarrollo y acabado.

Sea como fuere, en pleno siglo X nos encontramos en la España andalusí con la circulación de dos tratados sobre agronomía: la Filaha Nabatiyya y la Filaha Rumiyya. ¿Fueron leídos por Arib b. Said (m. 980) y el obispo Recemundo cuando compusieron su célebre Calendario de Córdoba, repleto de referencias al Cielo y a sus reflejos en la Tierra, es decir, la astrometeorología tan en boga en la época, pues resultaba clave manejar esos conocimientos para saber cuáles eran los momentos propicios para las siembras de cada una de las semillas o la elaboración de determinados remedios o preparación de algunas labores agrícolas? En ese diálogo Cielo y Tierra ya se dan fundamentos de hermetismo, evidentemente, pues aquellos hechos que en el planeta se llevan a cabo han de contar con su símil celeste.

Y, en efecto, en el Calendario de Córdoba hallamos unos ejemplos variados sobre ello: recomendar el 5 de junio o días aproximados para cazar víboras con las que elaborar la famosa tríaca antivenenosa, tríaca cuyos componentes, por cierto, serían redescubiertos por Hasday b. Shaprut, médico y alquimista privado del califa Abderrahman III. El Calendario recomienda expresamente recoger las hierbas adecuadas a partir del 25 de junio, al día siguiente del solsticio de verano, días en los que la luz solar es más intensa y duradera de todo el año. Tal vez por ello recomendara esos días cortar dichas hierbas, “a causa del favorable efecto del calor sobre la combinación de humores en estos preparados”. También para ese mes de junio se aconseja preparar jarabes de moras, ciruelas, uvas verdes. Para julio, de pera y manzana, así como mermelada de calabaza. Para agosto, el jugo de dos especies distintas de granada –bebida favorita del califa-, pues unido al agua de hinojo, se usaba para paliar los efectos de la nube blanca en los ojos. Los ejemplos son muchos, pero bástenos los mencionados para comprender que el primer antecedente andalusí entre ciertas labores agrarias –si así se entiende la recogida de hierbas- y estaciones del Cielo ya lo tenemos en el Calendario de Córdoba.

Posteriormente el célebre Abu-l-Qasim al-Zahrawi (el Abulcasis latinizado) compondría el primer tratado de agricultura, consignado pero no publicado, al que seguiría el de su más que probable discípulo Ibn Wafid (v. Fundamentos de homeopatía en el Libro de la almohada de Ibn Wafid), quien aplica los fundamentos de la alquimia vegetal a la agricultura, al establecer los dos criterios ya citados al comienzo: tratamiento por los símiles, y categorización de todo lo referente a la agricultura según los cuatro elementos y las cuatro cualidades, aunque en este aspecto sería rebasado por su propio discípulo Ibn Bassal, sobre quien basaremos por este hecho nuestro estudio. Cuando algunos estudios señalaron la existencia de una escuela médica-farmacológica detrás de los geóponos andalusíes, no vieron la ya mencionada escuela de alquimia vegetal, verdadero antecedente y madre de la homeopatía actual. Varios siglos más tarde, el antropósofo Rudolf Steiner haría lo propio: es decir, aplicar los principios de su medicina antroposófica –que bebe de la espagiria o alquimia vegetal- a la agronomía. Un milenio antes ya lo habían llevado a cabo nuestros sabios, pero insisto, heredando toda una Tradición ya señalada, pues el punto de originalidad que le añadieron fue la categorización de la paja según el criterio de los cuatro elementos y las cuatro cualidades, es decir, la signatura: la señal del Cielo que en la Tierra presenta cada cosa creada. Volveremos sobre este punto principal.

Ese mismo criterio de lo símil aparece también en determinados aspectos calificados como “supersticiones”. Nosotros, más allá de probar la validez o no de estos aspectos, nos limitamos tan solo a poner el acento sobre lo que una y otra vez realiza su propio autor: el tratamiento mediante lo símil, y no sólo en su obra médica –me refiero a Ibn Wafid- sino en la agrónoma. Como por ejemplo, hacer a una piel de lobo 30 agujeros y llevar a cabo la siembra con ella para protegerla precisamente de los animales depredadores. O dejar cuernos de ciervo o de marfil rellenos de agua para mojar la simiente con ellos con objeto de evitar las tempestades. O fabricar un espantapájaros con un ave crucificada, etcétera.

Tras este sabio Ibn Wafid –léanse su Libro de la almohada, verdadera primera Materia Médica homeopática de Europa en pleno siglo XI-, seguirían los ya mencionados Ibn Bassal, Ibn Hayyay, Abu l- Jayr, Al-Tignari, Ibn al-Awwam, hasta Ibn Luyún en el siglo XIV, quien basaría su poema en metro rayaz en los estudios de Ibn Bassal, y algo de Al-Tignari. Nos gustaría poder ofrecer más datos sobre el interesantísimo Ibn Bassal de Toledo, pero apenas nada más que lo escrito podemos añadir, pues tampoco se le conoce ninguna otra obra –sí algunas a Ibn Luyún, por ejemplo-, ni parece que él mostrara gran interés por marcar su huella en la tierra. Tras la conquista de Toledo en 1085, se asienta en Sevilla bajo el amparo de al-Mutamid. Pero con un solo libro bastó para que ahora podamos señalarlo como hijo de Hermes, y sin duda alguna, el geópono de mayor calado de todos cuanto nacieron en España.

Del Espejo y su reflejo

Hemos mencionado el concepto de signatura (v. Filosofía hermética en el Libro de los cercos de Ibn al Sid de Badajoz) porque sin él resulta imposible comprender el verdadero trasfondo de estos estudios agronómicos, toda vez que las cosas propias de las labores agrícolas se definen en función del elemento y la cualidad que se le asigna por parte del autor: agua, tierra, abonos, plantas y pajas. Pues las plantas más apropiadas para un terreno serán aquellas que se le “asemejan”, o las aguas, poniendo en valor esa ley de simpatías y antipatías que medula la historia de la alquimia. Proclo, por ejemplo, ya hablaba de qué modo el girasol canta al sol, o el selenotropo a la luna, dada la evidente afinidad existente entre ellos. Exactamente igual sucede con los demás astros y sus reflejos en este mundo sublunar.

Por eso cada elemento rige a dos astros por ley de afinidad en función de su cualidad. Así, la tierra es fría y seca, como Saturno y la Tierra propiamente dicha. El agua es fría y húmeda, como la Luna y Venus. El aire es cálido y húmedo, como Júpiter y Mercurio. Y el fuego es cálido y seco, como Marte y el Sol. La suma de todos estos astros compone la estrella de ocho puntas emblema de al-Ándalus, pues tras la ogdóada o esfera de las estrellas fijas, las siete fuerzas planetarias ejercen su influjo sobre la Tierra. Imposible resulta comprender la Filosofía Antigua y Medieval sin ese permanente diálogo entre el Cielo y la Tierra, y la ley de afinidad existente entre ambos. E imposible resulta comprender la obra de nuestros geóponos sin esta perspectiva, raíz de todas sus teorías.

Así Ibn Bassal comienza su Tratado de Agricultura (v. Al-Ándalus, XIII, 2, 1948, p.356-429), compuesto por doce capítulos, hablando de “nombrar las aguas e sus naturas e sus obras e de lo que pertenece atoda natura de las plantas” (op.cit, p. 356), y clasifica la naturaleza de las aguas en cuatro: de lluvia, de ríos, de fuentes y de pozos, considerando la mejor de todas la de lluvia –pues sabe que lleva spiritus mundi, el aliento del Creador- dado que “fase pro a todas las plantas de los árboles e de las yerbas por que es agua sabrosa e humida e temprada e recibe la tierra muy bien e entra bien en ella con todas sus partidas e nol finca sobre la fas de la tierra rastro ninguno e es convenible a las verduras ques lievan sobre pie delgado tal como son las coles e las verças e las berenjenas e otras que lees semejan” (p.356). Y posteriormente le asigna el elemento al que pertenece esta agua, y afirma que “la natura desta agua se semeja con la natura del ayre”. La naturaleza del agua de los ríos, en su criterio, es seca, húmeda y áspera; el agua de los pozos es “dulce e sabrosa e es convenible atodas las cosas verdes e todo lo que siembran en las huertas de poco o de mucho. E esta agua es por natura pessada e terrena. E es contraria al agua de lluvia. E esta agua fasse pro a las verduras que an rayses tal como son las çanahorias e los nabos…”. Es decir, si esta agua es de naturaleza contraria a la de  lluvia, que es cálida y húmeda, habrá que inferir que es seca y fría. Por consiguiente, Saturno rige sobre ella, y su afinidad se comprende de inmediato cuando vemos que tanto el agua de pozo como las plantas asignadas a ella viven dentro de la tierra. Y Saturno rige las raíces de todas las plantas. He ahí la ley de los símiles, y he ahí el criterio en el que se basará Ibn Bassal para categorizar todo lo referente a las labores agrícolas.

Hecha esta aclaración, tomemos ya ese extracto de su obra que hallamos en el Tratado de agricultura del almeriense Ibn Luyún, pues al estar traducido al castellano actual se hará más digerible el lector. Define el arte de la agricultura como “el conocimiento de las cosas necesarias para los cultivos” (Ibn Luyún, Tratado de Agricultura, Patronato de la Alhambra y Generalife, Granada 1988, p. 199; edición de Joaquina Eguarás Ibáñez) y lo sustenta sobre cuatro pilares básicos: las tierras, las aguas, los abonos y las labores. Siguiendo a Ibn Bassal, distingue diez tipos de tierras: blanda, gruesa, negra, blanca, áspera, montañosa, arenosa, rojiza, roja y amarilla. “E toda natura destas tierras an plantas propias que mejoran en ella. E an hechos e obras cada una comol pertenesce”, recalca el geópono toledano (op. cit. p, 357). Por ejemplo, “para las semillas conviene la tierra negra y para los frutales la roja”, dice Ibn Luyún (op. cit. p. 200), consciente de que toda semilla guarda su posterior fruto en potencia, y de la afinidad por consiguiente con la tierra negra.

De todas las tierras, califica como mejor a la blanda, “para que le penetre el agua, y de clima templado. La rapidez de absorción y la propiedad de desmenuzarse con suavidad son dos señales de buena calidad” (op. cit, p.200) consciente de que donde hay agua hay vida por fecundidad. Por eso las peores tierras son la salina, la pizarrosa y la hedionda. Acopiaremos algunas reflexiones que no pertenecen en puridad a la filosofía hermética, sino indirectamente, pero que por su interés y sentido común revela un conocimiento profundo del campo y sus labores.

Ante la necesidad de atemperar la tierra alterada por el calor o el frío, afirma Luyún que “los contrarios remedian el daño de los contrarios: el calor destruye los trastornos del frío y el frío destruye los trastornos del calor: la tierra con el riego se enfría y se calienta con el laboreo y el estercuelo” (p. 200). Y será la única ocasión en que se apele a los contrarios para mejorar u optimizar los beneficios agrarios.

A la hora de deducir la naturaleza de la tierra por sus plantas, advierte “si todas las plantas se crían lozanas, la bondad del suelo es completa; si produce hierba jugosa, la humedad predomina en ella; si sólo cría jarales es porque la sequedad se le ha apoderado; por último, si da plantas salobres, evidentemente contiene sal. Esto se corrige con arena y paja, con riegos y con la grata acción del estiércol. Se ha de dar poca agua a la tierra húmeda, en cambio se debe regar abundantemente la seca” (p. 201). Pues el frío o la sequedad, o sus contrarios, se corrigen con los contrarios.

Tras recomendar deducir la naturaleza del suelo por el sabor y el olor de la tierra, “disolviendo en agua cierta cantidad de tierra que se haya cavado” (p.201), habla de tres géneros de tierra: inculta –que no ha sido sembrada-, fértil y volteada, “cuya calidad se perfecciona por su volteo”. He aquí un símil entre el hombre y la tierra que ya hallamos en Hipócrates. No, no es la tierra virgen la mejor, sino la que se trabaja, del mismo modo que el trabajo interior del hombre lo lleva a perfeccionarse. Por eso a través del laboreo, entra el aire en la tierra y purga sus humores: exactamente el mismo concepto que hallamos en la medicina de los hakim, es decir, de los sabios que practicaron la alquimia vegetal. Por eso afirma que “la abundante labor de arado ahorra estiércol o pueden suplirlo, porque como voltea la tierra ésta se afina por el sol y el aire que se infiltra en ella al desgarrarse. La tierra que se labra repetidas veces se mejora” (p. 212), pues “la aradura y la cavazón hacen desaparecer los vapores de las entrañas de la tierra, y son la base de los cultivos”.

En su clasificación de las aguas, receta el agua de los pozos para las plantas de raíz comestible como el rábano, debido a su “densidad”, pues la densidad tiene afinidad con el peso, y éste con la tierra. La ligereza con el aire: he ahí un nuevo matiz que añade Ibn Luyún a la reflexión anterior. Por eso recomienda el agua que mana del fondo interior de los pozos, al ser más pura y más profunda, y tener mayor afinidad con las raíces.

Respecto a los abonos, “que actúan de mediadores entre la tierra y las plantas” (p.210), los clasifica en siete clases: el de las bestias de carga, del ganado lanar, el estiércol compuesto, las heces humanas, las cenizas, el de palomina y, finalmente, el de los preparados. Descarta el de otras aves por resultar perjudicial, a excepción de la gallinácea “que es buena para las raíces del naranjo cuando se pudren” (p.208). He aquí el uso de la signatura solar que rige a ambos: al gallo y al naranjo, y que por ley de los símiles se atraen para beneficio y optimización del fruto que se desea. Por otro lado, al hablar del estiércol preparado, Luyún matiza que una de las maneras de obtenerlo es “por la mezcla de hierba y paja, puestas en un hoyo y haciéndolas fermentar por medio del agua” (p.208). No cabe duda que el autor conocía el método de hacer tinturas por fermentación, y que lo extrapoló al abono. No sólo por este detalle, sino por otro tipo de abono: las cenizas, para lo cual habría que emplear otra fase de la obra vegetal: la calcinación. Y era consciente de que del mismo modo que en los vegetales ahí reside la luz de los planetas que la planta ha absorbido a lo largo de su vida, también sucede lo mismo incluso con el estiércol. Más adelante, concretamente el especificar el modo de prensar las pasas, hablará de otra fase de la obra: la lixibación.

¿Por qué causa afirma que los estiércoles perjudican o pueden dañar a los frutales mas conserva muy bien a “toda planta de hoja perenne”? Porque el estiércol es, de por sí, de naturaleza fría y seca, es decir, saturnal, que rige también todo aquello que tiende a la induración, como los huesos en el hombre o…las hojas perennes. Una y otra vez hallamos reflexiones de esta índole que evidencian la detenida observación que los geóponos realizaban sobre las leyes de la Naturaleza aplicadas a las labores agrícolas. Por supuesto que todos los agricultores conocen las leyes naturales, pero –insistimos- sólo los practicantes de la filosofía hermética aplicaban la categorización de los cuatro elementos y las cuatro cualidades, y dichas reflexiones medulan desde la primera a la última página toda la obra de Ibn Bassal.

Recomienda espolvolear palomina molida sobre las verduras que se debiliten con el frío, y a las demás, arrimadas a la raíz, pero no “sobre las matas que contengan rocío o agua de lluvia” (p.211), pues ya se vivifican con el spiritus mundi.

Un ejemplo más de aplicación de lo símil: respecto a los esquejes, emplear huesos, granos y simientes maduros, tempranos, y que “estén a punto de echar yemas, pues éstos, debido a su fuerza, crecen con mayor rapidez. Los que hayan de sembrarse han de secarse antes al sol, y así se evita que se pudran” (p.213). Y las simientes delicadas no se han de sembrar en diciembre, por su “frío dañino”. O recomendar realizar los trasplantes por la tarde, “porque el frescor de la noche evita que se marchiten” (p.223), y siempre “sin sacar la planta de su estado natural más que gradualmente, teniendo en cuenta su naturaleza”.

He aquí un ejemplo de fractalización del tiempo, en el que un día equivale a un año: “El peral tiene que trasplantarse después del cuarto o quinto día del mes, para abreviar los resultados, pues dice al-Tignari que en proporción de esos días son los años que han de transcurrir en el momento de dar fruto” (p.223). Huelga decir que en la alquimia vegetal se lleva a cabo dicha fractalización en la fase de la ritmificación.

Otro ejemplo de la ley de semejanza: “al sembrar, póngase lo puntiagudo del hueso en dirección al cielo, siempre que se pueda, porque sus yemas, por la propia naturaleza de las ramas, tienden hacia arriba (…) En el momento en que la yema aparece, ya antes ha comenzado a desarrollarse la raíz: la raíz desciende hacia la tierra, mientras que la yema tiende hacia arriba” (p.225).

Tras recomendar la poda de determinados frutos según las épocas del año, se detiene en los frutales, a los que divide en resinosos, oleaginosos, lechosos y jugosos, observando que “solamente deben injertarse los frutales de la misma especie, porque es difícil hacer esa operación si no son semejantes y cuanto mayor sea el parecido mejor será el resultado del injerto, teniendo en cuenta la dureza o blandura de la púa y el tiempo de la fecundación” (p.231). Por eso, “el buen resultado de la fecundación estriba en que el fecundante sea del mismo género que el fecundado” (p.239).

Y al hablar de la fecundación del peral, el pistacho y el níspero recomienda el oro, literalmente (p.240). Ibn Luyún no especifica cómo llevar a cabo dicha fecundación, pero sospechamos que, al igual que se hace hoy en día la homeopatía respecto al tratamiento del microcosmos humano, también usaría los demás seis metales restantes, siempre en función de la naturaleza de las plantas a fecundar. Pues al igual que la alquimia mineral habla mediante símbolos que confunden a los no versados, también en la alquimia vegetal hallamos que no siempre se dice todo, pero sí se insinúa…Y no nos cabe duda de ello, dadas las referencias ya analizadas, o ese párrafo en el que habla del modo de prensar las pasas, donde afirma que “se echa agua sobre un lecho de ceniza y después se pone a hervir; a los dos días se mezcla aceite a esta agua ya refinada. Cuando está hirviendo el agua, échanse las uvas y después se sacan rápidamente. Esta operación tiene lugar en tinajas, para que mientras que se escurre un fruto, pueda meterse otro. Luego se extiende al sol, y de esta forma se prepara, en breve tiempo, la especie llamada solar. A veces se añade al aceite lejía, un poco floja, para que sea más rápida la operación” (242). Evidentemente no se trata de lo que hoy entendemos por lejía, sino del resultado de la operación llamada lixibación, mediante la cual se separan las cenizas solubles de las insolubles. Y es evidente que Ibn Luyún, al extractar a Ibn Bassal, también conocía el secreto.

Con los ejemplos analizados podemos concluir sin temor a equivocarnos que los geóponos andalusíes conocieron las leyes de la alquimia vegetal, y precisamente por ello, supieron aplicarlas a las labores agrícolas en busca de su optimización. No hallará el lector explicaciones precisas o detalladas sobre este particular, pero sí los guiños herméticos de rigor que ya hemos desentrañado, y otros que hemos dejado en el tintero. La conclusión brilla por sí misma: en todas las ramas del árbol del Saber durante los siglos de la España andalusí, la filosofía hermética irradió con un esplendor tal que podemos señalar a esos siglos como un Renacimiento español previo al Renacimiento que nacería en suelo italiano. Así la filosofía, la astronomía, la medicina, la poesía, la botánica, la arquitectura y la agronomía recibieron el soplo del Creador…desde la savia del hermetismo.

 

Ángel Alcalá Malavé

Periodista y Homeópata