A fines del siglo pasado decía Ángel Ganivet que, para que los artistas naturales de Granada mereciesen ser llamados artistas granadinos, necesitaban algo más que haber “nacido en nuestra ciudad o provincia”; era preciso también ver si habían sido “modelados” por Granada, si ésta los había sabido “formar”, “iniciar en el secreto de su propio espíritu”. En 1929, Federico García Lorca declara, casi en los mismos términos: Granada “formó y modeló esta criatura que soy yo, poeta de nacimiento y sin poderlo remediar”, porque Granada le había dado “su luz y sus temas” y le había revelado “la vena de su secreto lírico”. Avanzaremos que se trata de aquello que Ganivet había llamado el secreto del espíritu granadino, el módulo moral y estético de Granada. Y si Ganivet había enseñado a Federico la formulación teórica del espíritu granadino, fue en otro paisano, Pedro Soto de Rojas (1584-1658), en quien el poeta pudo apreciar ese espíritu animando una exquisita obra de arte literario. Porque toda la anécdota que Federico adquiere de Granada, desde los personajes y sucesos reales que sostienen sus creaciones poéticas, con los lógicos ingredientes ambientales de carácter, costumbres y habla, hasta los motivos tradicionalmente sentidos como granadinos, en sus manos, y gracias a su clara percepción del secreto estético de la ciudad, son reelaborados de tal modo que de Granada diesen, más que su historia, su intrahistoria, lo hondamente permanente, aquello que revelase la vinculación granadina con Andalucía y España y, en definitiva, con el hombre de cualquier latitud. Y ello a través de un lenguaje que, atento a la “tradición poética viva y la actual recién cuajada” asegurase con su “belleza pura” la siempre universal vigencia de lo cantado, aunque esto fuese intensamente regionalista. Los versos del Diván del tamarit no tienen nada que ver con aquellas postizas “orientales” que románticos y modernistas habían escrito sobre Granada.
Mirar la belleza de Granada desde una ventana, a través de una panorámica de la ciudad o en morosos paseos, catando sonidos, aguas, crepúsculos y temperaturas, para volver con el traje y el alma florecidos “de ese verde musgo melancólico que la Alhambra pone en los aires y tejados”. Esta es la aparición vestibular de Granada en la obra del poeta. Una entrega de los sentidos al halago de la ciudad. “Granada es el Damasco de al-Andalus, pasto de los ojos, elevación de las almas”, decía Al-Saqundi, árabe cordobés del siglo XIII, añadiendo que sus brisas y panoramas “encantan ojos y corazones, sutilizando las almas”. Cuatro siglos después, Pedro Soto de Rojas sentirá lo mismo de las vistas de su ciudad, que son “regalo al alma, tiros al sentido”. Resultado de todo esto es la Fantasía simbólica, primer trabajo literario de Federico, publicado en 1917 en el boletín del Centro Artístico, como ya he recogido anteriormente. Ahí, Granada “era un sueño de sonidos y colores”, un vago rumor de ríos, campanas, viento organista, bosque violoncelo y gallos; una gran oscilación de luz, dorada, oscura o extraña que cubre tonalidades de oro, rojo, cobre, bronce y plata, acero, verde y turquesa. Y todo flotando y esfumándose en nieblas o en un azul y rosa totales, o en una confusión impresionista de los sentidos: voz olorosa, cipreses que, moviéndose lánguidos, inciensan la atmósfera, naranjas de seda, silencio de raso negro.” Y en Impresiones y paisajes añade que el aire de la sierra baja al río Darro con “deliciosos recodos de sonidos”. Es el Federico músico y pintor, que dedica el libro a su maestro de “manos sarmentosas” don Antonio Segura Mesa, para extrañeza y contrariedad del catedrático y tutor en los viajes por Andalucía y Castilla, el profesor Domínguez Berrueta. Es la prosa primeriza, no exenta de interés, de un músico que sorprende a todos con su nueva dedicación literaria.
En su descripción del Albaicín, Federico, nos mete de lleno en lo que él mismo denomina “tragedia de contrastes”. De un lado hay fuego de “sol fuerte” sobre yerma tierra de cuevas, pitas y chumberas o cuestas llenas de pedruscos; del otro, calles tapizadas de verde frescor y floridos cármenes de umbrosa humedad. Allí, agua estancada en aljibes trágicos; aquí, fuentes saltarinas. Uno es el Albaicín aristocrático, religioso y lírico, que fraterniza en su romántica melancolía con la tranquilidad majestuosa de la vega y la ciudad, todos ellos bajo el signo del “ángel triunfador” en la torre de la catedral. El otro es el pasional Albaicín de “la gente nómada y oriental”, fatalista y trágico; Albaicín de la pena, sometido al nocturno imperio del duende. Este se expresa con guitarras, cante desesperado o burlón de la gitanería, “zambra anhelante” y “jaleos de juerga”. Aquél, con señoriales pianos, romances musicales o serenatas y cánticos monjiles. Del Albaicín pasional surge el Poema del cante jondo y la conferencia sobre este primitivo canto andaluz, donde la Granada pasional pasa a ser la Granada de la pena, figuración de la Andalucía del llanto. “La pena es un gesto patético, pero verdadero”, nos dice en la conferencia citada. La pena es un oscuro miedo original; por eso, como el agua de los aljibes, no desemboca. Para su pregunta no hay respuesta. El aljibe, los cauces oscuros, las hondas cisternas, el agua estancada, fija en un punto, que tanto obsesionó a Federico, es ciertamente el mejor y más granadino símbolo de esta Granada de la pena. El aljibe, oscuro punzón de las aguas, hiere con su muerte blanca. En él se ahogará, pena sobre pena, la niña amarga del “Romance sonámbulo”. Por otro lado, la guitarra, que impone norma al balbuceo de la pena, es, para García Lorca, un “negro aljibe de madera” por cuya redonda boca se escapa “el sollozo de las almas perdidas”.
El único poder capaz de seducir al andaluz de la fascinación de la pena y de su negador y pasivo esperar, echado en la manta, a que llegue la hora de encender el velón, es alguien de su misma raza oscura: el duende. Sólo él remedia la muerte hecha de la misma muerte, mece “esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo”. El duende, dice el poeta, “se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles”, y por eso se le encuentra en la Granada de la pena, que “huele a misterio, a cosa que no puede ser y, sin embargo, es”, y también porque se abre a la muerte. Sin posibilidad de muerte no hay duende. Y así, en Granada, el duende sólo puede estar en los aljibes, porque el duende “gusta de los bordes del pozo”, y como ellos es sombra, agua oscura y está cubierto de musgo. También se esconde en el Nocturno del Generalife de Manuel de Falla, hondo repertorio de sonidos negros.
Otro tema con el que Granada seduce a Federico es el de las mujeres solteras. De manos dadas a lo melancólico viene el tema, muy granadino, de la soledad y soltería femeninas en su obra. Mujeres con marido, como la Novia o Yerma, la Zapatera y Belisa, solas en su frustración o infecundidad. También las viudas, Bernarda y Mariana, y las solteras que suspiran por tener novio: Magdalena, Amelia, Martirio, las tres manolas, las Rositas que bordan iniciales en el teatro menor y la “señorita del abanico”; y también las solteras con novio, como doña Rosita y Angustias. O aquella otra de Pinos Puente, mi pueblo, que perdió a su novio al caerse de un caballo y soñó durante toda su vida, esperando tras la ventana, cómo aparecía a lo lejos el enjaezado caballo y su jinete. Murió sin conseguir hacer realidad el milagro. A Ganivet también le preocupaba la cantidad de solteras que languidecían en Granada. Por eso, en Granada la Bella, termina recomendando a sus jóvenes paisanas que salgan a la calle, no sólo para embellecer la ciudad, sino para encontrar la oportunidad de casarse.
Un buen símbolo de la Granada pasional es el aljibe como se ha dicho, pero cuál sería el de esta otra Granada melancólica. Probablemente el surtidor. Manifestaciones las dos de un hecho esencial en Granada: el agua. Pasión de agua, agonía de agua, señala Federico. Pero, sin duda alguna, quien más sabe de todo esto es don Alhambro, excelente catador de agua, “el mejor y más documentado catador de agua de esta Jerez de las mil aguas” que es Granada. Porque el exquisito paladar de don Alhambro podía distinguir todas las clases de aguas. Y así “hablaba del agua que sabe a violetas, a reina mora, de la que tiene gusto de mármol y del agua barroca de las colinas, que deja un recuerdo a clavos de metal y aguardiente”.
El jardín pequeño es buena imagen de la Granada distinguida porque en él se cumple la domesticación de las cosas inmensas: fuentecilla, estatua, arrayán recortado, maceta. Ahí todo es medido, diminuto: cosas, pesares, anhelos, y también la acción. El agua saltarina, no estancada, espanta a la pena, crea una sonora quietud que “se ríe de la muerte”, o pone esa dulce sonrisa irónica, de humorista educado, proverbial en los verdaderos granadinos. Es el agua dialogante del jardín la responsable de la sutilización que en el espíritu granadino descubrió Al-Saqundi. Lo vió Ganivet y lo percibió con intensa belleza Juan Ramón Jiménez, a quien hizo sentirse más íntimo aquel cantar, sonreir y sonllorar del agua del Generalife: “Por el agua yo me comunicaba con el interior del mundo. Se oía más finamente cada vez el agua granadí… y me afinaba más y más, sonando y resonando el alma”.
García Lorca refiere el famoso “veneno granadino” que es estar lleno de iniciativas pero falto de acción. Almas de tan fina sutileza que no creen que valga la pena fijarla en obra de arte. Contra esto se levantó en flameante canto el Gallo de Federico, que era el gallo de don Alhambro, porque, como otros exquisitos granadinos, don Alhambro, de la Cofradía del Avellano, del Rinconcillo del Café Alameda, de la Tertulia de Villa Paulina, del Centro Artístico, se fue dando cuenta de que en Granada no había materialmente tiempo para hacer nada. Aquí “el día no tiene más que una hora inmensa, y esa hora se emplea en beber agua, girar sobre el eje del bastón y mirar el paisaje… La reacción y suma de esfuerzos no se realiza en esta tierra extraordinaria. Dos y dos no son nunca cuatro en Granada, son dos y dos siempre sin que logren fundirse jamás”. Y esta es “la burla del morir” que la Granada del surtidor enseñó a nuestro poeta, que es de todos. Gracias a ello pudo darnos en categoría universal de belleza, el lirismo recatado de una Granada en la que se sentía a gusto y el dramatismo pungente de la obra, hecho herida lejana, segura, sapientísima.