La Reconstrucción

LA ALQUIMIA EN LA ALHAMBRA Ángel Alcalá Malavé

  Del mismo modo que en las catedrales góticas existen símbolos evidentes de hermetismo que Fulcanellí nos desveló en su obra El secreto de las catedrales, he aquí que el majestuoso palacio de la Alhambra puede ser visto y analizado desde esa misma visión hermética desde la que fue construida hasta en sus más nimios detalles. Pero un velo invisible y sagrado ha ocultado su rostro no sólo para nosotros, sus asombrados visitantes de este siglo, sino incluso para los mismísimos habitantes que vivieron en ella ya desde el propio siglo XIII en que comenzaron los reyes nazaríes a residir en el palacio de lo que hoy es el Generalife  y, sobre todo, en ese siglo XIV en que el rey Muhammad V ordena construir la mayor parte de la Alhambra.

    ¿Y cómo es posible que haya permanecido en secreto esta visión durante todos estos siglos? Por la propia naturaleza hermética del velo que recubre la Alhambra, gracias al cual, sólo los hijos de Hermes podían comprender todas las perspectivas que encierra la simbología oculta desde la que dialogaban con la eternidad. Pero exactamente igual ha sucedido con la filosofía hermética en al-Ándalus, que ha permanecido invisible a los ojos de los eruditos y arabistas hasta que la publicación de La alquimia en al-Ándalus demostró su existencia indudable.

Por ese motivo, he querido que junto al estudio propio de la presencia del hermetismo en la Alhambra se adjunten los diversos estudios que demuestran la existencia de la alquimia en al-Ándalus desde su entrada oculta y secreta, como no podía ser de otro modo, con aquel Compendio de Medicina que Ibn Habib compuso hacia la tercera década del siglo IX, en pleno reinado de Abderrahman II, y tras su periplo de tres años por los desiertos de Oriente y sus consabidos oasis de sabiduría.

Pues en efecto, desde que el príncipe Omeya Khalid b. Yazid hacia el año 700 de nuestra era ordenase traducir todas las obras de sabiduría escritas hasta la fecha, y sobre todo, desde que su rival abbasí el califa al-Maymum construyese la Casa de Sabiduría en Bagdad en el 831, el Islam recoge la antorcha del Saber que trató de apagar Justiniano tras el cierre de las escuelas de filosofía en el 529. Todas las obras que sobrevivieron a la hecatombe fueron traducidas gracias, primero, a las sabias manos de los monjes nestorianos y, después, a sus homólogos árabes de un Islam recién nacido cuyos sabios se supieron legatarios de esos espejos griegos que tradujeron, comentaron y, también, reformularon desde unas claves herméticas a las que mi libro ha prestado singular atención. Pues desde un principio, el Corpus hermeticum se erigió como uno de los nutrientes fundamentales de la filosofía árabe, como sin duda reconoció Miguel Cruz Hernández en su Historia del pensamiento en el mundo islámico, tan poco dado a arabescos esotéricos, dentro de un mundo que aún no había escindido el esoterismo de la médula de la propia filosofía, como en su momento haría nuestro Ibn Rusd (Averroes).

También el shiismo ismailí permaneció intelectualmente activo ya desde sus comienzos, y toda la obra inmensa de Yabir Ibn Hayyán –auspiciada por el VI Imam del shiismo Yafar al-Sadiq- así como la auspiciada por los misteriosos Hermanos de la Pureza y sus antológicas Epístolas se erigieron, por sí mismas, en poderosas fuentes a donde fueron a beber todos aquellos espíritus inquietos sedientos de Saber que desde al-Ándalus realizaban su consabida peregrinación a La Meca. La influencia de ellos es aún mayor de lo estudiado hasta la fecha, y ya se percibe en ese Ibn Masarra  tan completamente imbuido de las sacras aguas herméticas, que se erige por mérito propio en el primer filósofo andalusí, trufado de teosofía, como no podía ser de otro modo.

Diálogo entre el Cielo y la Tierra

La llegada del Dioscórides a al-Ándalus en el 951, regalo del Emperador bizantino a Abderrahman III, supone la primera eclosión de esa alquimia vegetal hermana menor de la mineral que durante tanto tiempo ha permanecido esquiva a los ojos de los investigadores. Ahí Ibn Yulyul, Maslama al Majriti, el médico privado del califa Hasday b. Shaprut, junto a un buen puñado de sabios, intercambian con los ojos encendidos por la luz de las estrellas los más recónditos secretos que habitan en ellas…y en el corazón de los hombres. De modo que ya en pleno siglo X vemos cómo la filosofía hermética irriga los fértiles campos andalusíes desde Córdoba, capital del  mundo de la sabiduría, pues no será hasta el siglo siguiente, con la fragmentación del califato en reinos de taifas y con la llegada definitiva de las Epístolas de los Hermanos de la Pureza hacia 1060 de manos de al-Kirmani, cuando veremos su plena floración en todas las ramas del árbol del Saber, desde la medicina a la astronomía, desde la filosofía a la poesía, y alcanzará su máximo apogeo ya en la centuria posterior con el gran místico murciano Ibn Arabí, no en vano denominado el “Azufre Rojo” por sus correligionarios, pues habíase arracimado hasta la cima de la mística, al igual que otros alquimistas –sin llegar tan lejos – que le antecedieron o le siguieron, o como siglos más tarde llevaría a cabo un San Juan de la Cruz tan imbuido por el sufismo y su bodega embriagadora que no dudó en llamar Amado a Aquel con quien místicamente unió su alma al emprender su vuelo mágico en una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, estando ya su casa sosegada…y por la secreta escala, disfrazada, por esa secreta escala que tanto y tan bien habían estudiado los astrónomos andalusíes con al-Zarquellu (Azarquiel) a la cabeza. Pues en un mundo donde se concebía a la Tierra y al hombre como un microcosmos a imagen y semejanza del macrocosmos, a medida que más se investigaran las leyes de éste, más se conocería aquél. Y mientras más se conociera a sí mismo el hombre, mejor comprendería la Tierra y el Universo que le rodeaba. Pues como es Arriba, es Abajo, como es Abajo, es Arriba, y esta máxima de la filosofía hermética se halla presente en la médula de todos los sabios andalusíes a excepción del literalista Ibn Hazm, y por supuesto, en los aquí investigados, desde Ibn Habib a Ibn al Jatib, el visir de Muhammad V, historiador, médico, sufí y poeta e hijo de Hermes que grabó en la Alhambra algunos visos de hermetismo con ese brillo peculiar que lo distingue de la poesía mística en sí, siendo como es también poesía mística. Será el único de los tres grandes visires-poetas que dejará esa huella, y no sólo en sus poesías sino a lo largo de su obra poliédrica.

De modo que no puede comprenderse la Alhambra sin atender la médula profundamente hermética que impregnó a todos los sabios y místicos de al-Ándalus, pues es desde ese legado de la filosofía hermética plenamente insertada en el Islam e irrigada con su propia sabiduría como mejor se comprende el mensaje que grabaron en piedra, mármol y yesería sus preclaros alarifes, como un testimonio de las mieles que habían degustado y –también- laborado desde sus propias colmenas, como toda abeja que trabaja para la Abeja Reina de la Sabiduría. Las páginas que componen mi libro La alquimia en la Alhambra no resbalan sobre un enjambre de elucubraciones poéticas y esotéricas sin rumbo ni sentido sino que, antes al contrario, se han forjado desde el más profundo estudio y respeto a las obras de nuestros sabios, vistas y analizadas con esa misma mirada hermética que sin duda alguna ellos poseyeron y aquí se intenta demostrar. Por ese motivo, este ensayo, al igual que la propia Alhambra, encierra un laberinto poliédrico, y sus páginas aparecen atravesadas por las frondosas ramas del Saber que cultivaron nuestros sabios en medicina, astronomía, filosofía, poesía, mística…todas ellas aparecen nutridas y cosidas por el hilo  de oro del hermetismo, esa filosofía revelada el inicio de los tiempos por Hermes I, ése que según la Tradición islámica fue el patriarca Enoch, el “profeta de los filósofos” según Ibn Arabí.

¿Y por qué motivo el mayor místico andalusí e islámico denomina conscientemente así a un patriarca bíblico que ha caído en aguas del olvido en el cristianismo? Porque llamarlo “profeta de los filósofos” ya supone toda una declaración de principios para el mundo de la filosofía, ese mundo que fue inextricablemente unido a la mística desde sus inicios presocráticos hasta los últimos neoplatónicos del Renacimiento…sin que se desmereciera el razonamiento especulativo. Pero no es éste el lugar donde reflexionar sobre este hecho que define de por sí el camino tomado por la filosofía en Oriente y Occidente, ejemplificada en dos sabios andalusíes: un Ibn Arabí que pregonará en su vida y en su obra que la máxima de la filosofía es convertirse en teosofía, y un Ibn Rusd (Averroes) que escindirá aquella de ésta seguramente sin prever el modo en que ello supondría, con el correr del tiempo, la completa desacralización del hombre.

Y es precisamente ésta una de las más poderosas razones que explican por qué al contemplar la Alhambra hoy se nos sobrecoge el corazón y el aliento: porque nos coloca frente a un concepto del mundo en el que la Belleza iba inextricablemente unida al Bien, según la reformulación de Platón efectuada por aquel que fue llamado Ibn Aflatun, el hijo de Platón: el gran Ibn Arabí. Y la mirada hermética, ya desvelada, ahondará aún más en ello, pues no en vano los alquimistas persiguieron la transmutación del plomo en oro como una metáfora cierta y real de aquella otra transformación a la que se abrazaba a lo largo de su vida: la de sus defectos en virtudes, hasta lograr el máximo de purificación posible en su alma, pues sólo quien lo lograse, quien lograse llegar a la cima del azufre rojo, podría obtener ese polvo de proyección capaz de convertir en oro hasta al más pesado de los metales. Y ya en ese punto de su periplo, se habría desasido de toda cosa creada hasta tal punto que con la riqueza de su espíritu se sentía uno con Dios, uno con el Uno de los neoplatónicos, y ya no le importaba en este mundo sino ser la voluntad de Él en la Tierra. Por ello la alquimia constituye la demostración física de una realidad metafísica, es decir, espiritual…Y esa es la impresión que provoca la Alhambra en quien la contempla, pues desde la elección de los colores al número y la geometría, todo iba encaminado a abrir los ojos y despertar la conciencia en aquel que la contemplara con los ojos abiertos. Todo cumplía la función de espejo terrestre de aquel otro Espejo celeste del cual había querido conscientemente ser un reflejo, a modo de diálogo coherente que desde la Tierra se efectuaba con el Cielo tal y como dictaban los cánones de la filosofía árabe de su tiempo. Y éste es el espejo que, pasados los siglos, nos vuelve a mostrar la Alhambra una vez retirados los misteriosos velos con que los alarifes herméticos quisieron recubrir su rostro, como una “novia dulcificada por la lluvia a la que cortejan los astros”, como en su día la calificó el visir y alquimista Ibn al Jatib. No en vano, Hermes fue y sigue siendo Mercurio, el dios de la comunicación para egipcios, griegos y romanos, y la rosa de Ispahan presente en el Mirador de Daraxa continúa ofreciéndonos una invitación a la mística, al diálogo con el Amado, del mismo modo que en su día hicieron los grandes espirituales del Islam granadino, desde Ibn al Raqqam a Ibn al Jatib. Retiremos, pues, los velos a la novia, y que su rostro nos hable por sí mismo.

Hierogamia

Esa sola frase de Ibn al Jatib ya apunta a la médula de lo que se quiso edificar en la Alhambra: un templo terrestre a imagen y semejanza del celeste. De ahí que en una de sus poesías el visir lojeño insinuara el matrimonio místico entre el Cielo y la Tierra: “incrustarse los astros allí quieren”, se lee en la Sala de las Dos Hermanas, pues allí se halla perfectamente representado el Cielo según había sido estudiado por los sabios musulmanes, desde el gran Azarquiel de Toledo hasta el mismísimo Ibn al Raqqam de Granada, un sabio poco estudiado que dejó escrito que Granada había sido consagrada a dos estrellas de la constelación de Orión: Rigel y Betelgeuse. A esas dos estrellas hace mención esta Sala, y no a la aleya coránica en que se manda al hombre que no se despose con la hermana de ninguna de sus mujeres, como se había estudiado hasta ahora.

Porque el arabismo había estudiado hasta la fecha la alquimia mineral de la mano de Maslama de Madrid y su polémico Gayat al hakim (La meta del sabio) que sería conocido en Occidente como el Picatrix. Pero no se había detenido a estudiar la filosofía hermética en todas las ramas del Saber dentro de un mundo medieval que consideró a Hermes el padre de todas las ciencias. ¿Cómo no iban sus hijos a propagar sus huellas simbólicas a lo largo de sus obras? Y en efecto, así puede verse por ejemplo en la botánica de Ibn Bayya (Avempace); en la filosofía del primero de los filósofos andalusíes, Ibn Masarra; en la obra astronómica de Al- Zarquellu (Azarquiel) o de Yabir Ibn Aflah y su Corrección del Almagesto; en la obra mística de Ibn Arabí o en la poesía hermética de Ibn al Jatib, pues ésta canta al Creador como toda poesía mística, sí, pero con dos añadidos que sólo posee la hermética: ahondar en el diálogo entre el Cielo y la Tierra y ver al hombre como un microcosmos. Toda la filosofía neoplatónica islámica en general y andalusí en particular brilla con la luz estelar de esta perspectiva…¿Cómo no iban a reflejarla los alarifes granadinos? ¿Acaso podían reflejar la arquitectura terrestre sin dejar de mencionar la celeste, de tenerla como Espejo?

Narra el gran místico murciano Ibn Arabí, no en vano llamado el Azufre Rojo, en un capítulo de su inmortal obra Las Revelaciones de La Meca titulado La alquimia de la felicidad, cómo un filósofo y un teósofo (llamado el adepto) van ascendiendo por los siete cielos planetarios, cada uno de ellos regido por un profeta que les va transmitiendo honda sabiduría sobre las analogías existentes entre cada esfera y su reflejo en la Tierra. Pero al teósofo le ilumina con verdades más esotéricas. Y no sólo eso, sino que al llegar a la esfera de Saturno, el filósofo ya no puede continuar más, dado que se guía por la sola luz de la razón. Quien continúa ascendiendo es el teósofo, que además se guía por la luz del corazón para buscar su unión con el Amado (“sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía”, escribirá siglos más tarde un San Juan de la Cruz mucho más imbuido de sufismo de lo hasta ahora desvelado), y en cada esfera recibe nuevas iluminaciones esotéricas, porque tras cruzar el Loto del Límite atraviesa la esfera de las Estrellas Fijas y la esfera del Escabel, hasta penetrar el sagrado recinto del Trono de Allah, donde ya llega en completo éxtasis. Pocos fueron los místicos que arribaron allí, como el gran Ibn Arabí, que por eso fue llamado el Azufre Rojo, es decir, la cúspide de la transmutación alquímica, pues en su alma había transmutado todas sus sombras en luces, sus defectos en virtudes, su ignorancia en sabiduría, su plomo en oro…Otro de los filósofos y místicos andalusíes –inseparables la filosofía de la mística en aquellos siglos, pues compartían un mismo fin- que también llegaron a ese Trono de Allah fue Ibn Masarra, quien en su Kitab al garib al muntaqá –erróneamente atribuido a Ibn Jamis de Évora como desentraño en mi libro- dirá que “plantó su jaima frente el Trono de Dios”. Esa fue la meta de todos los místicos sufíes de al-Ándalus, y de todos los filósofos…pues todos ellos fueron sufíes, desde los mencionados Ibn Arabí e Ibn Masarra a Ibn Sab´in o Ibn Bayya.

Y ése es el camino místico que reflejan las preciosas bóvedas de las Salas de las Dos Hermanas o de los Abencerrajes. El color de los azulejos de ellas –y no sólo de ellas- refleja dicha transmutación alquímica: del color negro (nigredo) se pasa al albedo, de ahí al azul (color de la cauda pavonis o cola del pavo real) hasta llegar al melado (el oro filosófico) y el rojo rubí. Todo, absolutamente todo en la Alhambra, está construido deteniéndose preciosamente hasta en los más mínimos detalles, y como un coro de voces que cantan al Amado, se unen la poesía con la astronomía, ésta con la mística, la botánica con la medicina, la medicina con la filosofía…pues todas las ramas están interconectadas entre sí por la savia dorada de la filosofía hermética. Exactamente igual fueron los sabios de al-Ándalus: hombres floridos que escribieron sobre filosofía, astronomía, medicina, botánica, música, mística, poesía…y es desde esta perspectiva hoy llamada integral u holística como debemos estudiarlos. A ellos y a la Alhambra. Permita el lector que remita a mi libro para quien quiera seguir profundizando en ello, con un pequeño aviso: por respeto al sufismo no he querido desvelar todos los misterios que encierra la Alhambra, pero sí los suficientes como para demostrar que toda ella está consagrada a la alquimia. Por eso la famosa fuente de los leones refleja la Piedra Filosofal, meta y fin de los sabios, cumbre de la filosofía y de la mística. A dicha meta se consagraron todos los sabios de al-Ándalus, a excepción de Ibn Hazm, quien siempre señaló desde su hondo literalismo que no cabía una lectura oculta ni de la filosofía ni de los textos sagrados. Del mismo modo, y al igual que toda la filosofía árabe, la Alhambra puede leerse desde dos claves. La zahir o literal, o la batin o interior (oculta). Porque no exitió una corriente shií en la España andalusí, como han sostenido algunos autores dada la evidencia del esoterismo sembrado en las obras de nuestros sabios, sino un sufismo profundamente imbuido de hermetismo. Y la Alhambra fue un monumento consagrado al Creador y sus leyes ocultas y manifiestas, que llaman continuamente al hombre a que despierte para que regrese a Él transmutando sus defectos en virtudes, sus sombras en luces, su plomo en oro, como pájaro que vuela al corazón del Universo.

Ángel Alcalá Malavé

Periodista y Homeópata